Por Paz Monge
@fraulein_bb
Un canvas, como espacio de producción, se presta para una infinidad de posibilidades.
El color, o su ausencia, como componente vital para esta producción toma primera plana en la exhibición Barreras Blandas de Federico Herrero, actualmente en el Museo Nacional. Herrero logra que el color sea el hilo conductor de sus piezas, al traducir sus alrededores naturales con espacios en pinturas, esculturas y monotipias en papel, llenos de momentos monocromáticos.
El color se convierte en el lenguaje pictórico de las obras, empapando cada intervención artística con diferentes formas, sentimientos, gestos y tonalidades. Los espacios que crean los colores en la obra de Herrero son impredecibles, dependiendo mucho de la interacción son su alrededor y las mismas piezas en la exhibición. No obstante, dentro de sus gestos inesperados encontramos la esencia pura y formal de un paisaje lleno de imaginación.
La instalación se refiere a la posible transición de la pintura como un medio ‘plano’ hacia la escultura. Mediante una serie de elementos instalativos, se pretende ofrecer una experiencia inmersiva; donde los visitantes están invitados a navegar las piezas, implicando al artista activar una conciencia sensorial en la audiencia. En suma, la muestra expone la noción de la pintura como un sistema independiente y abierto, en relación con el paisaje natural y las estructuras urbanas.
Las formas parecen saltar de superficie en superficie y, en algunos casos, toman volumen, tornándose sólidos. Existen piezas hechas en cemento, que tienen relación con estructuras arquitectónicas y, en algunas ocasiones, también se convierten en elementos cotidianos, como muebles que recalibran nuestra percepción de los objetos. La exposición crea un mundo en constante movimiento, donde el entendimiento de nuestra perspectiva está en continua negociación.
La esencia de la forma y sus traducciones a pintura y volumen, se conceptualiza en este conjunto de obras de la Sala 1. Creando un amplio horizonte, El Mar impone un marco figurativo para los múltiples volúmenes en la sala. Entre ellos, El mejor verano de mi vida —diseñado a escala y en referencia al trampolín de Ojo de Agua— se activa por medio de su intervención artística y las diferentes sensaciones aportadas por las pinturas que lo rodean.
Los volúmenes de triángulos, posiblemente interpretados como aletas de tiburones, emergen de la superficie y se integran con sus alrededores, traduciéndose al plano bidimensional de la pintura. Obras en papel como Bandera, corresponden a la fuerte vibración transmitida por el color y el carácter interdisciplinario de la sala.
El lenguaje visual detrás de la obra de Herrero reconcilia una abstracción formal con elementos ligeramente figurativos. Los diferentes vocabularios formales de Herrero, en la Sala 2, buscan puntos de encuentro, donde estén conectados por la percepción del espacio y tiempo de las obras. Los Muertos, no solo dividen la sala con un gesto de barreras, también guían la mirada entre la representación central en canvas de una aleta de tiburón, dentro de una tormenta tropical, y líneas curvilíneas de una monotipia en papel.
Los demás volúmenes toman nuevos significados al estar disfrazados de su representación original (el Trampolín), buscando diferentes interpretaciones como piezas de mobiliario con matices modernistas y neo concretos. Los volúmenes están levemente intervenidos por Herrero, recalcando que estas modificaciones quizás no son evidentes para el ojo del espectador, pero sí son esenciales para la obra y se estimula con el vocabulario visual del entorno.
Barreras Blandas logra instituir una relación entre la pintura y el espacio. Para Herrero la pintura no es un espacio plano, ella coexiste con una estructura de vibraciones y sonidos, siendo activada por medio de los sentidos.
Se puede ver como hay volúmenes saliendo de la superficie de las salas y formas, traduciéndose a la superficie, aludiendo a “muertos” o reductores de velocidad, pero también creando un eco figurativo a aletas de tiburón navegando por el mar. De igual manera, la idea de iconos locales y monumentos, como lo es el trampolín del balneario Ojo de Agua, crea una estructura estética que siempre está informando la muestra: explorando la transformación de la pintura en volúmenes y creando una musicalidad espacial.
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Paz Monge es una curadora independiente e historiadora de arte actualmente residente en San José, Costa Rica. Realizó sus estudios en American University, Washington DC y recientemente graduada de University College London, Londres. Su especialización cubre practicas canónicas curatoriales de 1970s y arte contemporáneo Latinoamericano. Después de trabajar en varias instituciones culturales internacionales como la Biennale de Venezia, Whitney Museum of American Art y otros espacios y bienales en Latino America, decidió desarrollar su propia plataforma curatorial, donde explora expresiones de arte formal y plástico en Latinoamérica. En el mes de setiembre fue designada directora del Museo de Arte y Diseño Contemporáneo de Costa Rica.