Sin Categoría

La geisha y la calabaza

Por Anastasia Mora
@candelillaclub

Estoy hablando con un habitante de la tribu Na’vi.

En el frío bogotano, se pintó el cuerpo de pies a cabeza de azul con rayas para irse en taparrabo a encontrar con su avatar. Nos despedimos en el estudio de la maquillista y con un poco de pena salgo a la calle. Camino entre zombies, rockeros, monstruos, payasos, un luchador de sumo y muchas mariquitas, hadas y abejitas putas. Del cuello para arriba estoy disfrazada con peluca y maquillaje, del cuello para abajo estoy con camiseta blanca, jeans y botas vaqueras. Soy una geisha a medias.

Camino tres cuadras hasta el parqueo. Con cada metro que avanzo se me quita la vergüenza. Hasta quiero quedarme un rato por ahí. Me agacho un poco para meterme al carro. Me cuesta calcular mi nueva altura por la peluca que me agrega muchos centímetros. Paso a la gasolinera y Batman me atiende. En el delicatessen de la esquina de casa compro algo de tomar. La Chilindrina me cobra en la caja. Mi amigo el guachimán, tiene un antifaz. Esta ciudad se transforma en la noche de Jalogüín –así le dicen los bogotanos–. Me encanta el espíritu que tienen para disfrazarse. Podría tener un Jalogüín una vez al mes. Aunque creo que casi todos los días de alguna manera me disfrazo. Y lo disfruto.

Llego a casa para terminar mi disfraz. Me pongo un kimono asedado que me prestó una amiga, más bien es como una bata de baño con diseños japoneses. Me cambio las botas por chanclas de playa de meter el dedo y medias blancas. Me cuelgo del cuello un rótulo al frente que dice en inglés –porque es más corto– “geisha fuera de servicio”. 

Saco de una bolsa que había comprado junto con la peluca, las telarañas que me pongo por varios lados del cuerpo como si estuviera abandonada en el tiempo. Me voy feliz con una sombrilla roja de papel pintada con flores rosadas y el mango en madera. Es igualita a una sombrilla coctelera, pero de mi talla.

Estoy invitada a una fiesta en casa de la amiga de unos amigos. Los bogotanos se reúnen mucho en las casas y son anfitriones muy atentos. Esta anfitriona es una artista famosa. Nos sentamos en la terraza. Unos llevan días de estar armando el disfraz, otros llegan con disfraces de última hora. Como siempre, hay uno que no se disfraza, sólo se pone una peluca y se siente con todos los derechos de la fiesta.

La anfitriona disfrazada de dominatrix nos informa que hay un premio al mejor disfraz y que es una obra de ella. Pienso en que, por dicha, traje mi pintura de labios para poder estar retocando mi nueva boca de geisha que parece un corazón mini. A la media noche hacen el concurso y por cantidad de aplausos soy a la que más aplauden. Creo que tiene que ver con que no soy cualquier geisha, soy una fuera de servicio. El premio no me encanta, pero es una escultura a la que le voy cogiendo el gusto el resto de la noche. Además, me acababa de ganar un premio a mi entusiasmo.

Ya de madrugada al salir, le pido mi premio a la Madame. Premio que a estas horas no me ha entregado, pero muy fresca me dice que se arrepiente de regalar una obra y que ya no hay premio. Así porque así. Me da como premio de consolación una calabaza grandota de icopor que tiene justo al ladito y que es parte de la decoración de la fiesta en la entrada donde nos estamos despidiendo. Nunca antes me habían dado un premio de estereofón y mucho menos quitado uno. Ya hasta le había encontrado un lugar en mi casa, pero ahora me estoy llevando una calabaza horrible que va a tardar años de años en desaparecer del planeta. 

Como toda una geisha, me inclino y amablemente agradezco mi premio de consolación. Abro mi sombrilla roja con flores, me despido con entusiasmo y doy la vuelta. De un lado mi sombrilla coctelera, del otro lado mi calabaza.

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Anastasia Mora es tica pero con un pedacito de corazón en Bogotá. Después de 15 años allá, dejó a su parche que extraña todos los días. En fechas como Halloween le hacen más falta todavía. Aunque no tenga premio.


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