Por Ana Elena Castillo Vargas
@nomada.wearable.art
Se vuelve una afición eso de los zaguates.
Cuando sus rumbos y los nuestros se cruzan, en un segundo, cambia la vida de ambos y, solo por que sí, pasan de dormir en la calle a nuestra almohada.
Llegan cuando uno menos se los espera, como si cargaran una misión en su espalda, como si alguien les hubiera dictado la hora, fecha y lugar para que se toparan con uno. Como si atrás tuvieran al director de una película dándoles instrucciones de cómo aparecerse en una escena de nuestra vida. Le hacen honor al dicho de que: “A veces es mejor llegar a tiempo que ser invitado”.
Simplemente son flechazos directos y muchas veces no tan directos, pero que van ganando poco a poco terreno hasta que simplemente un día, te preguntás cómo lograste vivir sin ellos.
Mi historia con Copito Augusto es así: No sé en qué momento, sin una sola palabra, logró convertirse en portador de amor, en compañero intachable, paño de lágrimas, confidente y hasta terapia ocupacional, ¡todo en uno! Llegó a mí en un momento donde la vida parecía pasarme por encima y no había mucho de donde agarrarme.
Nos encontramos hace unos 7 años. Él era un personaje con dreads, de un color blanco percudido, paticorto pero –a pesar de todo– con una elegancia de caballero inglés. En sus ojos delineados y dulces se le veía el potencial de llegar a ser de esos perros que se vuelven como tu sombra y que están ahí para darte una que otra lección de vida, a punta de miradas.
Pasaron varios días, incluso meses de adaptación, era un perro ansioso, de los que, si hablaran, probablemente contarían detalles de un pasado de terror lleno con escobazos y desamor. Sin embargo, a la vez se le veía dispuesto a confiar en que le había llegado la oportunidad de amor sin límites, sin escoba.
Un sábado, en la feria de Aranjuez, un niño desconocido sacó la cabeza de la ventana de un carro y se despidió del perro gritándole: “¡Adiós perrito llorón!”. Copito Augusto había pasado llorando con insistencia por un buen rato. No era la primera ni la última vez que haría una escena así.
Con el tiempo llegué a suponer que cada ladrido ansioso tal vez podría ser una canción. Por eso, ahora le digo “mi perrito cantor”. Cantor de lamentos, porque así suena cuando vamos de paseo en carro, cuando me escucha llegando a la casa o cuando tomo la correa para sacarlo a caminar.
Es un cantor que consigue sacarme de quicio pero, aún así, tiene la capacidad de convencerme de que también eso es parte del amor. ¿Quién diría que yo iba estar a cargo de un perro que me iba a enseñar a tener paciencia?
A veces uno trata de describir el calibre de este tipo de amor a una persona no-perruna, pero ¿cómo expresar en palabras llanas la conexión que uno puede llegar a tener con un corazón de cuatro patas? Explicarlo puede ser difícil. En mi caso solo sé que tener a Copito me ha ayudado a romper el hielo al llegar a casas, oficinas, hasta en una escuela. Él es capaz de ser un conector con desconocidos.
Cuando llego a la casa, o llega alguien a quien él quiere, él logra decir 1.000 palabras por segundo con tan solo mover la cola rápidamente. Deja claro que quien llegó es más que bien recibidx, incluso esperadx.
Un perro invita a hablar un lenguaje que nadie nunca nos enseñó, simplemente nos topamos con un perro y de repente lo hablamos fluido. Y lo más delirante es que uno pueda decirles 100 “Te amo” por minuto, sin tapujos porque la reacción no es impredecible, ni depende del ánimo, ni hora del día. Ofrecen un amor lineal, constante, sin espacio para dudas.
Lo que se genera entre un perro y un humano es una relación de corazón abierto a corazón abierto. Y luego un día cualquiera como cuando llegaron, dicen hasta luego dejando una profunda huella y lecciones de amor dignas de ser tatuadas.
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Ana Elena tiene una marca de paños donde abundan los tonos y formas, precisamente porque le gusta la vida llena de colores. De profesión es publicista y diseñadora, aunque, cada vez que puede, dice que le gustaría ser espía.