Por Marcela Román
@marchela1966
Ilustraciones por Natalia Milner
@nati24k
Primera llamada. Se me dibuja una sonrisa en el rostro y el corazón se me acelera.
Volteo hacia atrás y noto que la sala está casi llena, así que escudriño al público tratando de reconocer alguna cara familiar para hacer “cambio de luces”. Salir de la casa con buen margen de tiempo siempre es un alivio.
En la segunda llamada, me arrellano cómodamente, mientras hojeo el programa de mano. Noto que las butacas de al lado siguen desocupadas. Qué suerte la mía. Al repasar el repertorio me invade la ansiedad, cierta impaciencia, como una agradable agitación. De pronto, llega una pareja apresurada y me saca por un instante de mi estado absorto, me tengo que levantar para que ellos se acomoden.
Tercera llamada. ¡Al fin!
Aquí es cuando me invade esa sensación de siempre, algo parecido a lo que se experimenta durante un largo viaje en tren —sin paradas—, cuando vas viendo casi como en rápida sucesión de diapositivas, una gran variedad de fotografías que se instalan en la pupila. Imágenes que se suceden una tras otra entre el punto de partida y el de llegada.
Como fanática y amante de la música, mi “viaje en tren”, ese que tomo una y otra vez, ha sido desde hace muchos años procurarme esa butaca en primera fila en el teatro Melico Salazar, especialmente durante los diferentes conciertos de la Orquesta Filarmónica de Costa Rica. Esa espléndida agrupación fundada por su director, el maestro Marvin Araya, en el 2003, la que nos dan la oportunidad de ser felices en cada concierto.
Gracias a esa versatilidad que tiene la Orquesta Filarmónica y que le permite interpretar música de los más variados estilos, es que he podido disfrutar a mis anchas una hermosa variedad de géneros musicales, clásicos o populares. Cada presentación es una exitosa convocatoria. El Maestro quiso probarle al mundo que había más en común entre la música clásica y la popular de lo que los puristas creían.
Todo empezó una noche hace varios años, en la que una amiga me llamó a última hora para ofrecerme una entrada a un concierto de la Filar en el Melico. Se trataba de un tributo a The Beatles. Fue una noche fascinante. No daba crédito a lo que veían mis ojos y escuchaban mis oídos, ya que hasta ese momento nunca antes había estado en ninguna presentación de tan talentosa agrupación musical. En esa oportunidad, sentada en el balcón, pude vivir intensamente y disfrutar a plenitud aquel desfile de cantantes maravillosos que, uno a uno, fueron recorriendo ese par de horas con temas que me hicieron Twist and Shout.
Cada una de las canciones hizo vibrar cada fibra de mi ser, por lo que para el momento en que le llegó el turno a Yesterday, las lágrimas se desbordaron por completo. Y para el grand finale en el que a coro cantamos ese himno llamado Hey Jude, ya el recinto colapsaba en un frenético e imparable na na na nana na naaaa, nana na naaaa, Hey Juuuuude.
Definitivamente, la Filarmónica tiene un antes y un después de The Beatles. Y yo también. A partir de esa noche de antología, se fueron agregando a la lista más conciertos, tributos tan exquisitos, que me han hecho muy feliz, ya sea meneando las mechas a punta de riffs de Led Zeppelin, Queen, AC/DC o Pink Floyd; suspirando por Un pequeño gran amor, de Claudio Baglioni; “ochentarme” con melodías de The Carpenters y ABBA; desgalillarme con las de Luis Mi y José José; querer subirme al escenario a hacer el moon walk de Michael Jackson o bailar cadenciosamente esas Songs of Freedom del querido Bob Marley.
Cada vez que me siento en esa butaca, en primera fila casi al borde del proscenio, en el Teatro Melico Salazar, con el corazón a galope, el mundo se detiene para mí. Allí siempre encuentro esa calidez y seguridad que trae consigo la absoluta felicidad. Bien acomodada, mientras el mundo se detiene durante dos horas inolvidables de múltiples sentimientos, sumida en mi delirio, no puedo dejar de remitirme un poco a ese viaje en tren mientras espero en suspenso esos timbrazos que llaman a primera, a segunda y a tercera.
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De fiestera entre copas, risas y excesos, pasó a ser maratonista. No llora en la meta, pero sí después. Es de las que stop and smell the flowers,, aunque pierda el tren. Escribe cada vez que la visita la inspiración. Rockera de corazón, coleccionista de conciertos. Como adoradora de cruces de paralelos y meridianos, también colecciona idiomas.