Por María Laura Zamora
@marialcalina
@deliarte_cateringservice
Esa mezcla entre soniquetes, quejíos, callecitas viejas, calor y baile me empapa de emoción.
Un par de veces he hecho de Sevilla mi casa por un mes. Me despierto, me baño, tomo pausada mi desayuno, meto los zapatos al bolso y bajo las escaleras corriendo, desamarro la bici, cruzo la Alameda, llego a la clase.
Una profesora se fuma su cigarrillo sobre su moto antes de comenzar. Entro, me cambio, me pongo mis zapatos y soy parte de una decena de mujeres y hombres de alrededor del mundo, y de todas las edades, ensayando con ímpetu y seriedad ese arte que nació de los gitanos y ahora es masterizado en todos los países del mundo. Ese arte que es lo que es hoy gracias a que ha sido esculpido por tantas culturas distintas a lo largo del tiempo.
Es una danza que no discrimina las caderas anchas, unos tobillos hinchados, unas canas o una voz rasgada por el tiempo y las juergas.
Es fascinante bailar en la tierra del flamenco, mientras escucho el cante del profesor y la guitarra del acompañante. Frustración cuando los pasos están difíciles, excitación cuando todo va saliendo y logro sentir mi cuerpo a tiempo.
Termina la clase, empapada en sudor me siento viva y feliz. Voy de vuelta, paso a un comercio chino por un agua y un tabaco de enrolar.
De camino de regreso a casa para descansar y esperar la siguiente clase, escucho un violín, avanzo un poco más: una cantaora afina su galillo, un poco más: tres borrachos en un bar dando palmaditas…
Esa mezcla entre soniquetes, quejíos, callecitas viejas, calor y baile me empapa de emoción, se me hacen familiares, siento que en otra vida esa fue mi tierra. Ahora es en esta, en este momento presente, donde soy suya y es mía Andalucía.
Los lunes voy al bar El Habanero, donde se baila por bulería (uno de los tantos palos del flamenco). O tal vez, me encuentro sentada en una juerga de Triana que dejó de ser turística para convertirse en auténtica borrachera de cuatro gatos de madrugada.
Por las tardes, el cafécito con amigas en algún café de la Alameda o ensayar en uno de los tantos estudios de $5 la hora. Por las noches, una cerveza viendo a alguien sacar su duende en un escenario improvisado. El fin de semana aprovecho para visitar Cádiz, Ronda, Málaga, o ir a la feria de Jeréz. ¿Por qué no tomar un vuelo de 30 euros de última hora en promoción?
Una noche me decido ir a un espectáculo en el teatro; me pongo un vestido, me pinto los labios, tomo mi bici y cruzo el río del Guadalquivir. Esa vista de noche es cálida, es etérea, es mundana y es perfecta.
En el teatro se me eriza la piel, hay una bailaora impresionante. Un cantaor postrado en una silla escupe su corazón y esa saliva se convierte en mis lágrimas.
…
Do’! U’, do’, tré’! .. Cuatro, cinco, sei!… Siete, ocho, nueve, die!
Llamada, remate, paseíllo, cambré, vuelta de cadera, silencio, subida, giro y cierre.
…
Esa es la vida para mí: un cúmulo de sentimientos y experiencias hilados por el arte más perfecto: el flamenco.
Ahora en mi casa, en Belén, sigo practicando. Basta una tabla, unos zapatos y un espejo para seguir; ahora me acompaña mi pequeña Antonia que me impresiona cómo logra dormirse arrullada por el taconeo…
En Costa Rica aprendo sobre el flamenco hace ya más de 15 años. He participado en espectáculos al lado de bailaoras y excelentes músicos costarricenses y extranjeros.
No son demasiadas las personas que bailan flamenco aquí, sin embargo ese número va creciendo y las técnicas cada vez están mejor, además que de tanto en tanto se pueden tomar cursos cortos de bailaores que vienen a impartir clases. Lo que sí es cierto es que a quienes amamos el flamenco nos une un mismo sentimiento alrededor del mundo.
Mi pasión por la gastronomía de cada rincón del mundo que he visitado me llevó a crear Marialcalina, donde me centro en rescatar las tradicionales culinarias locales. Tengo un servicio llamado Deli Arte Catering.
Soy amante de la música, las risas y el flamenco.