Por Lucía Vásquez
@luvasquezv
Soy esa amiga necia que pide villancicos y usa su horrible sweater navideño con orgullo siempre que llega diciembre.
Algún día voy a escribir el guión de un cortometraje que comience así:
INT – AUTOMÓVIL – NOCHE
NARRADOR (V. O.)
Lucía solloza manejando. No recuerda cuándo fue la última vez que lloró con tanto dolor pero definitivamente no fue al volante. Su mirada hace un esfuerzo sobrehumano para atravesar las lágrimas, el parabrisas y la oscuridad de la noche para distinguir los carros y los carriles. Para intentar no matarse manejando y no matar a nadie. Faltan dos días para Navidad. La peor de toda su vida. Esa noche pasó lo mejor que le pudo haber pasado pero de eso se enterará después. Por ahora, Lucía solloza manejando.
Tal vez ese guión no lo escriba nunca. Tal vez estas sean las únicas letras que le voy a dedicar a esa noche que agradezco desde las vísceras, y a la peor Navidad que he vivido. ¿Alguna vez han tenido que contener un desastre emocional navideño al frente de sus dos familias extendidas como si dos días atrás no les hubiesen atravesado el alma? Es un pacho.
Antes de seguir les debo una confesión: yo amo la Navidad. Es más, no solo amo Navidad… es mi época favorita del año. Y no solo es mi época favorita del año… soy esa amiga necia que pide villancicos y usa su horrible sweater navideño con orgullo siempre que llega diciembre.
Cada vez que escupo esa confesión entre mis círculos más feministas y anticapitalistas siento la necesidad urgente de justificarme. Otro pacho. “¿Que por qué el mayor tributo al consumo y al catolicismo más conservador es mi época favorita?”. “Claro que sí. Ya te cuento, ya me explico”.
Amo el clima de diciembre. Amo los colores del cielo al atardecer. Amo que deje de llover intensamente después de meses. Amo salir a caminar en las tardes frías con un sweater liviano. Amo por fin ver las estrellas de noche. Amo que las montañas se vean verdes en la mañana y azules en la tarde. Amo los tamales. Amo la salsa Lizano sobre los tamales. Amo las fiestas familiares. Amo que diciembre me recuerde a mi abuelita. Amo que la gente ande de buen humor. Amo hacer una torre de vasos de birra vacíos con mis amigos todos los 25 de diciembre en las fiestas de Zapote. Amo luego ir por una pupusa con altas probabilidades de coliformes fecales como condimento. Amo el olor a pino y a musgo.
Podría seguir pero ustedes entienden: Navidad me calienta el corazón.
Navidad, después de esa noche hace tres años, comenzó a significar muchas cosas más. Navidad, después del desastre provocado por un virus al que se le antojó un día cambiar la historia de la humanidad, también.
Ahora es constancia y conexión. Es presencia. Es la promesa que me hice de no volver a ceder tanto como para cederme a mí misma. Es un recordatorio de todo lo que está. De todo a lo que me aferro cuando siento que no tengo de dónde. De no dar el tiempo compartido por sentado.
Esta Navidad no ha llegado y ya soy millonaria en momentos.
Mi lista se alargó.
Ya le dije a la gente que más amo que la amo sin una pantalla en el medio. Repartí abrazos pendientes. Volvimos a nuestro chinchorro favorito a devorar alitas. Comí palomitas en el cine, dos veces. Cantamos karaoke con una botella de micrófono y una chimenea calentándonos. Hablamos sobre las estrellas y los planetas. Dejé que las lechugas de mi huerta se pudrieran… y todo bien. Comimos hamburguesas entre pinos. Lujuriamos a Pandaddy. Gwyneth Paltrow nos habló sobre sexualidad mientras cenamos en la cama. Nos reímos imaginando una cabra drogadicta. Vimos todos los colores del cielo degradarse al atardecer sin ningún cable estorbando. He logrado, cada vez mejor, hacer las paces con el miedo.
He logrado respirar.
Esta Navidad es mi foco sobre lo incondicional. Una efeméride de la compañía. La certeza de no tener idea de qué está pasando y la seguridad de no ir sola. Tengo a mi gente y mi gente me tiene a mí. Presente. Atenta. Agradecida. No necesito más.