Por Mónica Morales
@monicamoralesm
Antes de la revolución de las luces LED, nuestro árbol siempre estuvo decorado con luces remendadas, y guindábamos absolutamente todo lo que las ramas soportaran.
De niña, Navidad era el momento de usar el abrigo de lana que mi abuelita había tejido y tomar a mis papás fuertemente de las manos mientras me paseaban por la avenida central para ver la vitrina de la Universal, con sus trenes navideños y las más nuevas muñecas Barbie.
Desde el 1.º de noviembre empezaba a redactar la carta a Santa, un documento que con el paso de los días se iba modificando, ampliando y, sobre todo, se iba haciendo más específica, para hacerles más fácil el trabajo al señor Santa y a sus duendes.
Siempre ha sido una época de convivencia en familia. Sacábamos las luces navideñas y durábamos horas reemplazando los bombillos quemados por sus respectivos repuestos. Visitábamos los tramos para buscar lana y alguna figurita nueva para el portal, y subíamos a Tarbaca para traer un oloroso ciprés fresco amarrado con cuerdas al techo del carro. Durante un mes, el corazón de nuestro hogar era ese árbol colocado en el centro de la sala en un balde forrado con papel estampado de ladrillos y relleno con piedras, agua y cubitos de hielo, para que se mantuviera fresco.
Antes de la revolución de las luces LED, nuestro árbol siempre estuvo decorado con luces remendadas, y la única tendencia de decoración aceptada era guindar absolutamente todo lo que las ramas del ciprés soportaran. Las serpentinas multicolores caían desde la punta hasta el balde de papel de ladrillo.
Tengo claro el recuerdo de aquel domingo 1.º de diciembre de 1991 por la noche. Sonaron unas campanas fuera de mi casa. Yo tenía cinco años, mi hermano mayor me había ayudado a terminar la carta. La carta esperaba ansiosa debajo del árbol. Yo, también ansiosa, esperaba a Santa. Sonaron las campanas y me levanté de un brinco. ¿Cómo iba a entrar? No había chimenea en mi casa de Gravilias, en Desamparados. Corrí a abrir la puerta. Era él, el mismísimo Santa, en la puerta de mi casa. Tenía la barba tan larga como la de mi papá.
Todos esperábamos diciembre, porque todos esperábamos la tamaleada de los Moya (la familia de mi mamá). Era un acontecimiento que nos involucraba a todos: tías, tíos, primos, primas y novios de las primas. Antes de las 5:00 a. m., mi abuelita ya estaba haciendo fila en el molino, mientras que los más pequeños de la familia íbamos limpiando y cortando las venas de las hojas de plátano. La jornada se extendía hasta la noche –a veces, hasta la madrugada– en una especie de fiesta que giraba alrededor de crear, entre todos, piñas y piñas de tamales. Todos siempre recuerdan el año en que mi hermano casi quema la casa de abuelita encendiendo el fogón. Todos lo recuerdan menos yo, que por ese entonces estaba embelesada con el novio de mi prima Paola.
Las cosas cambian. Mi familia creció, los primos y las primas crecieron y cambiaron de novios. Yo crecí, formé una familia, tuve una hija. Tengo mi propio árbol de Navidad en el corazón de mi propio hogar, en mi propia sala. Mis papás ya no me llevan a ver juguetes a mí, sino a mi hija. Mi abuelita dejó de tejerme abrigos y le hizo unas pantuflas a mi pequeña, a su bisnieta. Dejamos de hacer la tamaleada, ahora encargamos las piñas de tamales a alguien más. Mi hermano no volvió a incendiar nada.
Pero hay una tradición que mi familia mantiene invariable con el paso del tiempo: nos aseguramos de crear cada año, cada Navidad, algún recuerdo memorable. Para estas fechas, mi papá ya tendrá dos meses de haberse dejado crecer su barba blanca y ya habrá ido a recoger su traje rojo donde el sastre, porque diosguardísimo que su nieta crezca sin haber conocido al mismísimo Santa.