Por Patricia Velásquez
@tiempoliquido
Se sienta en esa especie de fuente con reloj que queda cerca de la Plaza de la Cultura a reflexionar sobre sus actos recientes, e intenta relacionar su nueva discapacidad a algún karma, justicia divina o mal de ojo.
Lunes
Por más que la niña intentaba correr a la velocidad de su mamá no lo lograba. Cada tres metros, más o menos, la mujer la jalaba con fuerza del brazo para que se apurara, pero ella no podía ir más rápido. Le dolían los pies, y también los brazos, el izquierdo del que tiraba su mamá y el derecho con el que llevaba a Claudia, su muñeca favorita.
Ella prefería no quejarse, su mamá estaba muy alterada. Todo por culpa de esos policías que la detuvieron y que decían que su pasaporte presentaba irregularidades, y que podía pasar ella, pero la niña no. Allí la vio transformarse, gritar, enrojecerse, llorar y patalear. Ella la miraba atentamente, con ganas de decirle que buscaran un baño, que se estaba orinando desde hace rato, pero sabía que no podía decir nada, por que los hombres también estaban molestos, aunque no gritaban, pero hablaban duro y cada vez más rápido. Así que cuando parecía que se iban a quedar en Panamá, en el sofocante calor que el aire acondicionado del aeropuerto no lograba disimular, no pudo más, y sintió los orines caer en sus piernas al mismo tiempo que caían las lágrimas por sus mejillas.
Probablemente fue el olor a meados, lo que hizo reflexionar a los policías de aduanas que no era tan buena idea hacerse cargo de una niña de cuatro años y dejar que su mamá se fuera, así que las dejaron irse dándoles instrucciones que ninguna de las dos entendió. Corrieron a lo largo del aeropuerto. La niña hubiera querido bañarse, pues le ardían las piernas, o que le compraran uno de los miles de chocolates que estaban exhibidos en las tiendas del aeropuerto, pero no se podía, las iba dejar el avión y su mamá se iba a poner más roja y seguro iba a gritar, llorar y patalear como siempre hacía.
Por fin atravesaron la puerta que las sacaría de allí, caminaron por el pasillo, saludaron al hombre de traje con sombrerito azul y lograron sentarse. Ya la mujer iba recuperando su palidez y empezó a hacer bromas y a sonreír cómo si nada hubiera pasado, cosa que la niña detestaba y la hacía sentir muy rara. Más ahora que sus piernas estaban rojas, y tenía los calzones mojados, y escuchaba comentarios de la gente de los asientos de atrás diciendo que olía feo. Y aunque le pedía a su mamá en voz baja que la cambiara, la mamá no tenía cómo, pues toda la ropa estaba en las maletas que iban abajo, así que le limpió un poco las piernas con una servilleta y agua y le siguió contando cosas absurdas y haciendo bromas y le decía lo mucho que le iba a gustar su nueva casa, y los nuevos amigos y la nueva escuela. Que tuviera paciencia porque el viaje era corto y pronto iban a llegar e iban a empezar una nueva vida.
La niña hubiera preferido regresarse a la casa de sus abuelos, donde seguro estaría jugando con la Anita, y la Kuki y sus demás amigos del Pipe Potame y con la bolsa de animalitos plásticos que le habían regalado hace unos días, que traía vacas, ovejas, tigres, elefantes, arbolitos y hasta las cercas de la granja o salir con su tío a jugar al Parque Forestal, como hacían todas las semanas, incluso unos días antes de que su mamá le diera la gran noticia de que se iban. Y que con esa mueca extraña que hacía, que podría pensarse era una sonrisa, y con ojos vidriosos le decía: Vamos a vivir con papá, que es tan bueno y que quieres tanto ¿te acuerdas lo bueno que es? ¿No te hace feliz?
La niña miraba a través de la ventana las casas pequeñas que se veían cada vez más cerca, en medio de grandes montañas verdes, que parecían no terminar. Las instrucciones del piloto para el aterrizaje la sacaron de su pensamientos. Debían permanecer en sus asientos, poner la silla recta y ajustar el cinturón de seguridad. De su mochila sacó un peine, arregló a su muñeca, le cambió el pañal, le dio un beso en la frente y la abrazó fuerte justo antes de que el avión terminara de aterrizar.
Martes
5.30 de la mañana. El despertador suena una y otra vez, pero no pasa nada. Su mamá entra al cuarto y le habla, le pregunta cosas, en parte para que despierte y en parte para averiguar cualquier eventualidad, pues sabe bien que su hija habla dormida. Después del interrogatorio, que no arroja ningún material comprometedor, la ayuda a levantarse, la guía al baño, le quita la ropa y la mete en la ducha. Ella hará el resto, mientras le prepara el desayuno.
Suena la bocina del bus escolar, y el idílico y cariñoso ambiente de quince minutos atrás se esfuma, y se convierte en carreras, gritos, y reclamos. Que por qué duró tanto bañándose, que si se durmió en la ducha, que por qué no alistó el bulto en la noche, que no la vuelve a dejar ver Los Magníficos, que tiene el pelo lleno de nudos, que don Adilio se va a ir.
Finalmente entra al bus, con un lado del pelo peinado y el otro no, las faldas de la blusa por fuera y los zapatos sin amarrar. Tratando de que nadie la vea y haciéndose la sorda cuando don Adilio a todo pulmón la saluda con su típica frase: se le pegaron de nuevo las cobijas, verdad. Entra despacio por el pasillo y mira de reojo a las gemelas que van achinadas de lo talladas y perfectas de sus colas, y a la chica rubia que tiene mochila, lonchera, colas y pulseras de Hello Kitty. Se sienta buscando una ventana libre, se quita los nudos del pelo con los dedos y se amarra los zapatos.
Mira las casas y los árboles moverse, mientras se interrumpe la música de la radio y empieza Panorama. Eso significa que ya están cerca de recoger al niño pecoso que siempre se vomita, que tiene una mamá de revista y a la que siempre don Adilio le mete conversa. Ese momento en que el tiempo se detiene y no hay prisa, que si él está desayunando lo esperan, que si se quedó hasta tarde viendo Chips no importa, y que seguramente en ese momento está terminando de comer sus Rice Crispys con rodajas de banano.
Por fin entra y se sienta a su lado, el bus sigue su recorrido y justo cuando termina Panorama, se vomita. Ella reacciona rápido, pero no evita que le pringue un poco el zapato, se da cuenta que las rodajas eran más bien de fresa. Don Adilio para el bus, se echa la caja de aserrín al hombro y lo tira sobre la vomitada. La niña Hello Kitty se vomita también, don Adiilio esparce más aserrín.
Pasan el parque La Sabana y recogen a los últimos chicos de Sabana Sur, que seguro pudieron dormir hasta las 6:30 y bien podrían haber ido caminando y ahorrarse la pestilencia.
Cuando por fin llegan a la escuela, ya están estacionados varios autobuses, y automóviles. Don Adilio estaciona, ven a un pick up acercarse a prisa y varios carros de la policía se detienen bloqueándole el camino. Del pick up bajan un par de hombres y una mujer armados, corriendo a prisa. Don Adilio grita: ¡al suelo! con tal vehemencia que no recuerdan que está lleno de vómito y y aserrín hasta que ya están de cuatro patas. Se escuchan pasos sobre el techo, y aunque no debe se asoma un poquito para ver qué está pasando. Se van corriendo, se escuchan balazos a lo lejos y no pasa mucho más. Los policías suben a las patrullas y continúan su persecución.
Ese día les dan libre en la escuela, y la aventura estilo Los Magníficos se convierte en nada, cuando llama a su mamá al trabajo, que no puede creer que por cualquier cosa cierren la escuela, que no sabe qué hacer, que tiene que ver qué inventa o a quién llama para que la recoja y la cuide todo ese día.
Miércoles
Ese día se levantó nerviosa, la cita era a las siete y llevaba semanas pensando qué ponerse, cómo maquillarse o peinarse. Ella nunca había sido muy atinada con la moda, menos en lo que se considera correcto para cada ocasión y eso la ponía nerviosa. Tampoco contaba con mucho dinero, más bien nada, entonces la tarea se volvía más complicada, había que jugar con lo que tenía, que no era mucho. Abrió el armario y se quedó mirando las cuatro blusas, un par de vestidos y algunas faldas. Se probó todas las combinaciones posibles de cada una. Mientras se miraba al espejo, pensaba en qué decir, si hacía preguntas genéricas sobre el clima o si intentaba sobre algún tema específico. Eso no era buena idea, rápidamente iba a hablar de cosas incómodas, o desagradables. Además con su mala memoria seguro iba a meter la pata, porque siempre recordaba en el peor momento y después le quedaba la duda de si lo había pensado o dicho.
El tiempo corría y caía en cuenta de que pronto no le iba a dar chance de llegar a tiempo, pues tenía que tomar dos buses. Así que se empezó a maquillar, despacio para no cometer errores, aunque debía hacerlo de prisa. Se embarró la cara de base líquida y después se quitó un poco con papel higiénico. Pintó sus labios de rojo y pensó que parecía puta, así que los limpió. Mejor siguió por los ojos, se delineó el ojo de negro y todo parecía bien, hasta que se pintó el otro y la línea le quedó más gruesa. Así que se delineó el izquierdo de nuevo que quedó más grueso que el derecho. Al final quedó como Amy Winehouse, pero pensó que tal vez si se planchaba el pelo y lo llevaba acomodado no se iba a notar tanto. Se quemó varias veces los dedos con la plancha. Ya era tarde, y ella tenía mucho pelo, así que igual no lo iba a lograr. Se pasó un cepillo e hizo lo que pudo. El ruedo de la falda lo pegó con cinta adhesiva.
Así era ella, como esa falda con cinta adhesiva. Hubiera dado cualquier cosa por verse mayor. Se puso los tacones negros, los mismos de su fiesta de graduación del colegio, y practicó caminar con dignidad o ver de qué forma desplazarse sin tener que dar demasiados pasos. Se puso unas curitas en los talones, porque la cosa ya pintaba mal. Le quitó el moho a la cartera del baile de graduación y le pasó un trapo húmedo con la esperanza de que se le quitara el olor. No se le quitó.
Resignada suspiró. Empezó a llover. Caminó las ocho cuadras bajo la lluvia intensa y constante de octubre, prefirió irse por la calle, para al menos no resbalarse. Esperó en la parada del bus casi media hora, hasta que por fin apareció. Se sentó al lado de una señora que le preguntó la hora y terminó la frase con un gracias muchacha. Ella se sintió decepcionada, luego de alistarse durante casi dos horas, hubiera querido que le dijera señora, no muchacha. Se bajó en San José y al caer se le torció un poco el tacón. La lluvia era tanta que igual estaba empapada. Pensó que ojalá no se mojara la cinta adhesiva del ruedo. Tuvo que caminar siete cuadras más hasta llegar a la siguiente parada del bus, aguantar que un tipo le gritara en la calle y que en el tumulto alguien le agarrara la nalga. Al menos no tuvo que esperar y logró llegar a tiempo.
La gente aún entraba, y muchos carros de lujo se acomodaban en el amplio parqueo. Aprovechó para entrar al baño, y se secó lo que pudo con el aire caliente. se acomodó el pelo, se hizo una cola, se lo soltó, terminó haciéndose una especie de moño. Retocó su maquillaje y respiró profundamente. Caminó hasta el final del pasillo hasta llegar al auditorio de la escuela, donde una maestra la miró de pies a cabeza y le preguntó ¿usted es la hermana de quién? Ella la miró fijamente a los ojos y aunque hubiera querido salir corriendo, le dijo con firmeza: No soy la hermana de nadie, soy la mamá de Miguel.