Por Fabiola Kano
@fabiolakano
Dejar ir es un acto de amor propio, un acto de valentía, un espacio decisivo donde intentas nuevamente entregar.
Cuando tenía doce años murió mi mejor amigo, Gustavo. Él tenía doce años de estar acompañándome en las buenas y en las malas, como lo hace un gran amigo, un hermano.
Considero hay pocos hechos en la vida que marcan tu paso como la muerte de un ser querido y que, de una sola bofetada, llegués a entender un dolor tan profundo pero impalpable. Ese ser que manifestaba muchos significados de lo que era el vivir, ya no estaba presente, ni lo estaría. Aprender sobre la muerte de mi hermano me enseñó, a mis cortos doce años, que nada es para siempre.
Por más fuerte que se lea una introducción como esta, decidí ponerla afuera para recordarnos un hecho que para mí fue y sigue siendo una gran enseñanza: la vida es un instante.
Creo que son muchas las ocasiones en que damos por sentado el presente; andamos por ahí deambulando, preocupados por lo que viene o por lo que ya fue y olvidamos constantemente que solo contamos con quiénes somos y con quiénes tenemos en este momento.
Cuando permitimos dejar ir experiencias pasadas y las abordamos como un aprendizaje quizás, tan sólo quizás, podamos encontrarnos con una nueva percepción de lo que es, de lo que nos rodea y de lo que nos compone en este preciso momento. A lo mejor podamos contener todo lo que nos atañe y así dejar ir voluntariamente lo que no y contemplar así lo que es auténtico, para aprovecharlo en toda su singularidad.
No he dicho que dejar ir sea fácil. Para dejar ir hay que sabernos nuevamente vulnerables, exponernos ante lo inesperado, saberse desnudo ante los otros, implica sentir y que nos sientan. Dejar ir es un acto de amor propio, un acto de valentía, un espacio decisivo donde intentas nuevamente entregar, sabiendo en alguna profundidad, los actos no siempre tendrán el resultado que esperas.
Pero he aquí lo rico de proclamarse vivo. Dejar ir el control, pronunciarnos presentes en una existencia donde es imprescindible abofetear al miedo y tirarse una y otra vez al mar de lo desconocido, sin brújula o Norte, sin nada que nos proteja más la leve confianza que aquella experiencia que sentimos que es la correcta para nosotros. Intentarlo, siempre, una vez más.
Me gustaría creer que todos nuestros duelos, pequeños o gigantes, nos servirán como grandes compañeros de viaje. Ojalá y no queden como un equipaje pesado que nos aletargue el camino por andar, sino como amigos cercanos, pequeños maestros que nos recuerden que lo más importante de nuestro camino es atreverse y caer cuantas veces sea necesario, cada vez más con más audacia, con mayor confianza, disfrutar todos los procesos porque todos ellos son parte de quiénes somos. Pero sobre todo, recordar que cada experiencia tiene un propósito en nuestras vidas; el ayudarnos a ser felices.
Fabiola Kano es una entusiasta de los derechos humanos, fotógrafa, apasionada de los caminos del mundo y de carcajada notable.