Sin Categoría

No atarse a nada y pertenecer a todo

Warren González Fallas
@tawarren

Uno tiende a querer quedarse en esos lugares donde fue feliz. Pero ni estos se escapan de la tiranía del ciclo de la vida: todo empieza y todo termina.

Es conectar con ese final de junio pandémico. Me agaché a recoger lo de corazón que había quedado, porque en ese momento lo único que tenía claro era que, de cualquier manera, tenía que seguir.
– Yo no quiero estar en esta relación – me dijo, fue martes en la noche, habían pasado 8 años.

Volví a ver mi teléfono. Un día de estos nos vemos. Emoji de sonrisa falsa. Enviar. Sabemos los dos, que no nos vamos a ver. Deseaba conectar con aquellas personas que fuimos cuando éramos amigos en la U; pero ya no somos esas personas y tampoco somos aquellos amigos.

Mi mat cuelga de una puerta para que se seque, dejé el gym. Soñaba con ese cuerpo “marcadito”. Pero yo no necesitaba un cuerpo musculoso, sino balance, equilibrio, flexibilidad y concentración, en mi vida en general. Lo estoy encontrando en el Shala, practicando Asthanga.

Pasé por la cocina y me serví unas bolitas de falafel, la práctica de este tipo yoga me activa el apetito. Solo puedo decir que sentí la necesidad de no más carne. A más de un año de ser vegetariano, empieza a tener un poco más sentido. En el momento en que empecé solo sabía que tenía que hacerlo.

Luego encendí un Nag Champa en la sala. En la meditación encontré un espacio para dejar ir los pensamientos. Eran muchos e innecesarios. Aprendí a dejarlos ir, con el viento, con la respiración. Son como las nubes que pasan. También dejé de creerle a todo lo que pensaba.

Pero ahora que estoy entre mis plantas creo que lo que más me ha costado dejar ir en la vida ha sido el dolor que me causó el bullying en Acosta. “Playito”. “Pajarita”. Estando ahí, con mi madre, recordé que Acosta es mi verde, es mi  familia y también es hogar. En mi corazón ya no había espacio para el resentimiento.   

Dejar ir ha sido la constante; la he vivido más intensamente en la pandemia. La hemos vivido. Aprender a no hacer un esfuerzo innecesario por mantener lo que de todas formas se tiene que transformar. Dominar la necesidad de la certeza, porque de todas maneras, todo es incierto.

Uno tiende a querer quedarse en esos lugares donde fue feliz. Pero ni estos se escapan de la tiranía del ciclo de la vida: todo empieza y todo termina. Dejar incluso las expectativas que tenemos sobre nosotros mismos y darnos más espacio a nuestra verdad: que estamos aquí y ahora.

A mí me gusta pensar en ser un hijo del viento, que se lleva y trae lo que tiene que estar y uno se deja ir adonde tiene que llegar. Cambiar siempre, transformarse. La preocupación por cuánto duran las cosas distrae de lo más importante que es estar ahí, viviéndolas.

Suena fácil decirlo y escribirlo, pero hay momentos del dejar ir en los  que el corazón se rompe y duele. Se siente como una estaca y a veces cuesta respirar. No es que sea fácil, es que es necesario. Dejar ir es, al fin y al cabo, volver a conectar con esos genes ancestrales nómadas, no sentirse atado a nada, pero al mismo tiempo pertenecer a todo.


Soy un hijo del viento y un observador. Doy clases y soy comunicador de profesión. Tengo a Naga y a Pocky. Me pierdo constantemente en el jardín.