Por Natalia Díaz
@natdiaze
En el gran espectro de la existencia humana, nadie enfrenta un trauma solo, ni en el cuerpo físico, tampoco en el espacio emocional.
Mi mayor arrepentimiento, ahora en pandemia, es haberle dicho que no a Alejandra, el día que nos dijo que fuéramos a quebrar platos con un bate de béisbol.
A menudo, Ale tiene ideas que a mí me parecen de otro planeta. Ella es artista, yo no. Ella tiene la capacidad de abstraer sustancia física de lo intangible, de mis vibras raras —porque yo estaba deprimida, llena de ira y desempleada— se imaginó que nos podíamos desquitar, poéticamente, con una vajilla de Pequeño Mundo.
Desde que eso ocurrió, en el 2019, Ale y yo hemos compartido tristeza, enojo y miedo por más tiempo del que hubiéramos imaginado.
La lógica del mundo estaba descompuesta mucho antes de que llegara la pandemia de COVID-19. Si no hemos experimentado pobreza por nuestra cuenta, la hemos visto más de cerca; ahora con más certezas de los desbalances en políticas de empleo, en las responsabilidades de cuido que no compartimos hombres y mujeres por igual, la forma en que los Gobiernos no tienden un manto maternal de servicios públicos para que, en conjunto, obtengamos salud básica, educación de calidad para niños y niñas, un mínimo absoluto de derechos humanos que esperábamos resueltos para esta altura de la historia.
Estas grandes cosas hieren despacio, privándonos de la posibilidad de darle duelo a ideales que se desmoronan al compás de la emergencia. Por eso ha sido más rápido asimilar los dolores y miedos de la doctrina del aislamiento.
“La mayoría de nosotros vivimos menos teatralmente, pero seguimos siendo sobrevivientes de una época particular e interior”, dice Joan Didion sobre las revoluciones que marcaron los años sesenta.
¿Cómo podemos seguir viviendo después del trauma, de un gran trauma compartido en una época desigual e interior?
El cuerpo, le dije a Ale un día por mensajitos, es para cicatrizarlo. Esto lo creo con convicción aunque, igualmente, me duele. Uno de mis miedos es que, aún tambaleándonos con nuevas heridas, seguimos cicatrizando las viejas porque es nuestro diseño biológico (salvo los anfibios que pueden regenerarse, los demás vertebrados cicatrizamos).
Pienso que la supervivencia es inevitable, mecánica. Vivimos el trauma como si su experiencia fuera un tiempo detenido; lo que llamamos “normal” sigue su curso y nos forzamos a incorporarnos a su velocidad y fuerza.
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En una crisis global sin precedentes, no hemos dado el brazo a torcer, no hemos trabajado menos, no dispensamos del contacto físico de nuestras personas queridas. Más bien, seguimos dando el cuerpo, muchas veces en señal de protesta, como pasa en Colombia y en otros estallidos sociales. Estamos corriendo más riesgos por ser humanos, porque sobrevivimos.
Ale tiene otras ideas que me parecen descriptivas de su vida y supervivencia interior. Fue por ella que me hice dos tatuajes en julio del año pasado, una tarde en la que caminé 2 kilómetros para llegar al estudio de tatuajes y pensé que era una de las cosas más egoístas que se podrían hacer en una pandemia (spoiler, no lo era). Me motivó que mi amiga se marcó el brazo con una cursiva que dice “Dos latas atún” porque sacó la redacción de una lista de compras con tal de recordarla como fue escrita en un papel.
Esa es, para mí, la revelación de lo bella que es la supervivencia. Es una lucha, individual y colectiva, por la permanencia: una pugna entre las grandes narrativas que construimos y los pequeños gestos que hacemos sin ceremonia. Entre las cicatrices imperceptibles, y las marcas más violentas.
Mis tatuajes me sanaron bien, me sorprendió porque mi piel tiene muchas otras marcas que son tejidos lisos y brillantes, queloides.
Tengo un tatuaje para mí, que puedo ver en mi muñeca cuando escribo, dice “Luz” porque es el nombre de mi abuela materna. Hay otro en mi espalda que tiene menos público del que me gustaría, por la pandemia. Es un poema de Claribel Alegría que me atraviesa tanto que lo adopté como un mantra.
Dice “No puede conmigo/la tristeza/la arrastro hacia la vida/y se evapora”.
Una piedra tallada con el poema está en exhibición en un museo de escritores en España; en vida, Claribel la mantenía sobre su escritorio. O sea, mantenía su poema a la distancia de su vista y memoria, aunque supongo que, por otra parte, la piedra cumplía tareas para nada especiales, como aplastar papeles en su lugar.
No me considero completamente idealista o romántica, tampoco obtengo serenidad de la autoayuda. Soy más creyente de las ayudas, aquellas que pedimos y aquellas que nos brindan. Inclusive para sanar mis tatuajes, la tatuadora me indicó puntualmente cómo lavarlo y de cuál crema untarle. En el gran espectro de la existencia humana, nadie enfrenta un trauma solo, ni en el cuerpo físico, tampoco en el espacio emocional. Y el dolor requiere un esfuerzo extraordinariamente humano para cicatrizar, por más invisible que sea su huella.
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El poema de Claribel Alegría me gusta porque pienso que le imprime a la “vida” cualidades que tiene la luz: brillo y calor suficientes como para evaporar una tristeza de cualquier dimensión. Sin embargo, es un poema que describe la lucha —que la poeta conocía bien— porque la tristeza que está descrita tan pesada que hay que llevarla a rastras.
Muchos días he sentido que yo misma me tengo que arrastrar hacia la vida y eso me cuesta tanto a mí como a Ale, y otras personas con las que hablo.
Me empujo hacia la computadora para escribir y trabajar, hacia los platos para lavarlos, hacia quienes piden de mi ayuda para incorporarse a la “normalidad” con sus heridas abiertas.
Creo que me pesan, como a cualquier otro ser humano, ideas que no pueden nombrarse tan fácilmente o aliviarse con una sesión violencia teatral contra una vajilla.
No significa que no haga el esfuerzo —después del susto del cohete chino que no cayó sobre Costa Rica, rompí un plato viejo con un martillo, lamentablemente fue un escape insuficiente para soltarlo todo—. Yo también estoy sobreviviendo.
Escribe ensayo y periodismo, también lo edita e ilustra. Codirige un espacio itinerante de crítica literaria feminista llamada Onvres en escabeche. Editó la antología de mujeres jóvenes Mi desamor es una dulzura invaluable, publicada por Encino Ediciones en el 2019.