Arturo Pardo, cine, Entretenimiento

Confesión de un crimen de película

Por Arturo Pardo

Esta es la segunda fechoría más grande que he cometido en mi vida.

La primera fue el hurto de un álbum que recreaba un pesebre en cartón, y cuyas postalitas coleccionables correspondían a las figuras del portal. Lo robé de un paquete grande de bolsitas de Tosty en el último pasillo del Más x Menos del Higuerón, allá por 1993. 

Para el año 2002, mi hoja de delincuencia se mantenía limpia, pero aparentemente mantenía despierto una especie de instinto criminal (digamos inocente), marcado por aquel antecedente ocurrido casi una década antes.

El American Outlet Mall, a 250 metros de mi casa, era un lugar que, en aquella época, yo frecuentaba bastante. Me había hecho amigo de Orlando, quien envolvía regalos en el primer nivel. De vez en cuando iba a sentarme en el suelo de Libro Max a leer revistas de música. Me encantaba ir a repasar una y otra vez los discos que tenían en la tienda MusicBox y era cliente recurrente del kiosco del argentino que vendía empanadas y granizados.

Para mí era un lugar no necesariamente “favorito” pero sí práctico. Sin embargo, sí apreciaba particularmente su cine. Constaba de cuatro salas ubicadas en el tercer y último piso del edificio, con la peculiaridad de que su boletería estaba un poco alejada, exactamente al final del pasillo, al lado del rincón que alguna vez albergó al bar Big Ben.

Un sábado por la tarde, tras visitar la tienda de bromas Groovy Stuff, noté que el acomodador del cine estaba, no en la entrada de las salas (donde se suponía que debía estar), sino bien distraído, conversando con la empleada de la boletería. Su ubicación en aquel punto hacía que los accesos a cualquiera de las cuatro salas estuvieran abandonados, solos… completamente desprotegidos.

(Suene aquí The Ecstasy of Gold, de Ennio Morricone)

Supongo que fue alguna especie de curiosidad colegial la que me motivó a caminar hasta la puerta de la sala 4 (la distante en relación con la boletería). Con una confianza inexplicable, subí las dos gradas hacia la oscuridad, moví una larga cortina negra y, di un paso más. Un poco más allá me encontré con la segunda cortina. La moví y entonces me vi iluminado por las imágenes en la gran pantalla.

No podía creerlo. ¡Estaba dentro! Caminé un poco vacilante hasta llegar a sentarme en una de las primeras filas y, con una gran sonrisa, me dispuse a ver, de a gratis, Bruce Almighty, donde Dios es interpretado por el omnipotente Jim Carrey.

Hubo un gran reto en ponerle atención a la trama y, temer, simultáneamente, que en cualquier momento alguien iría a sacarme de ahí. No estaba 100% seguro si había dejado algún rastro.

Pasaron casi dos horas hasta que aparecieron los créditos y sonó la música de cierre. Fue hasta entonces que pude palpar el éxito con tranquilidad. Respiré aliviado y salí victorioso de aquella sala..

El fin de semana siguiente repetí. Fui a ver Bowling for Columbine, el documental de Michael Moore sobre la tenencia de armas en Estados Unidos. Mi tercera película fue Shrek 2.  Cada una la iba anotando en un cuadernito de bolsillo... Ya no solo entraba en la sala #1; me aventuraba a hacerlo  también en las salas 2 y 3.

Me sentaba en una banca ubicada al frente de la entrada, esperaba a que el acomodador dejara su puesto e ingresaba. Muchas veces, incluso, lograba hacerlo cuando todavía no habían terminado los prólogos de otras películas. Repetí Shrek 2, me asusté con Dawn of the Dead, me reí con Girl Next Door. Soporté la lentitud de Elefante, de Gus Van Sant, en una tanda en la  que no había nadie más que yo.

*** La secuela ***

Me había vuelto un descarado. Solo por si acaso, tenía preparado mi discurso de defensa en caso de que me descubrieran: si el acomodador se daba cuenta de que algún intruso había ingresado, el culpable de aquello era él. Es decir, el hecho de que yo ingresara era un fallo suyo. ¿O no? ¿Acaso estaría dispuesto a ir a acusarme con alguien más?

Teniendo dominada la estrategia, para final de año me aventuré a llevar a mi vecino, Andrés, que vivía frente a mi casa. Entonces las mentes criminales eran dos. Revisábamos en el periódico la hora de cada tanda. Elegíamos una película. Caminábamos las dos cuadras, subíamos al tercer piso. Nos sentábamos en las bancas. Esperábamos a que el acomodador se fuera a conversar con la encargada de la boletería e ingresábamos.

Así vimos Colateral, El Exorcista: el comienzo, Brigada 49, Finding Neverland y una seguidilla de títulos que iban desde las películas comerciales hasta algunas proyecciones de festivales de cine independiente.

Las salas del American Outlet Mall se convirtieron en las aulas donde apreciábamos cine. Cada fin de semana veíamos una o hasta dos películas. A veces íbamos juntos, a veces por aparte. 

Cada vez vivíamos nuestro propio viaje de héroes. Comenzábamos en el mundo ordinario, con un llamado a la aventura. Cruzábamos el umbral una vez que pisábamos la cortina del cine, sabiendo que, la gran prueba ocurría en los primeros minutos sentados, cuando tal  vez todavía podía ingresar el acomodador a pedirnos nuestros tiquetes. 

Cuando sonaba la música de los créditos, ni Andrés ni yo éramos los mismos de antes. No solo habíamos digerido una nueva historia cinematográfica para anotar en nuestra lista, sino que nos sentíamos más apropiados de aquellas salas que nunca llegaron a pertenecernos. 

La aventura se extendió por muchas películas más. Nuestro listado de todo lo que vimos sin pagar se fue haciendo extenso y variado. Todo era miel sobre hojuelas… hasta el día en que se nos ocurrió invitar a Gabriel.

Quisiera recordar cuál fue la película a la que se nos sumó. Lo que preciso es que ingresamos a la sala #2 como de costumbre. Nos acomodamos en una de las filas del medio y, no habían pasado dos minutos cuando el acomodador que parecía ser el de mayor rango en el Outlet, nos pidió las entradas. Era un tipo grueso, con pulsera brillante, de barba estilo candado y con el pelo del pecho saliéndose de su camisa.

  • “¿Los tiquetes?”, preguntó serio, mientras estiraba y abría una mano.
  • (Uuuuy, ahora sí – pensé) “Las dejamos, ahí en el atril de la entrada porque no había nadie”, respondí, mientras me dejaba deslizar en el asiento, como haciéndome chiquitito.

El acomodador nos miró en silencio unos segundos y se retiró sin decir nada. 

Mientras, los tres cuchicheamos en busca de un as bajo la manga. No habíamos llegado a encontrar una solución cuando teníamos de nuevo al sujeto respirando en nuestras nucas.

  • “No hay nada ahí”, nos dijo, sin quitarnos de encima la mirada. 
  • “¿Cómo no? Pero si ahí las dejamos”, le dije, mientras Andrés y Gabriel buscaban en sus bolsillos, como si, mágicamente, las entradas pudieran aparecer en sus pantalones. 
  • “¡Me hacen el favor y se van ya!”, nos espetó contundentemente, sin darnos espacio seguir discutiendo.

No puedo olvidar aquella penosa caminata hasta la salida. La recuerdo como la escena de Catch Me if You Can en la que el policía, interpretado por Tom Hanks, arresta al astuto Frank William Abagnale Jr, encarnado por Leonardo Di Caprio. El estafador sale esposado, celado por el policía mientras se escucha un coro infantil cantando Gloria in Excelsis.

Aquel sábado salimos cabizbajos hasta la puerta de acceso de los cines. Nuestra aventura había llegado a su final definitivo… sin música y sin créditos.

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Arturo Pardo es comunicador, músico y ha actuado en algunos proyectos para cine y teatro. Se describe como ex asmático, catador de nachos y habilidoso jugando damas chinas. Edita el boletín Good Feed.