Por Andrés Pereira Pantoja
Mientras me cuestiono cuántas veces he guardado mi amor en un pequeño cajón por temor a no ser suficiente, al lado mío está quien me enseña que es esta vulnerabilidad la que me permite recibir este amor genuino, justo a la medida de lo que soy
De todos los abrazos que he recibido, ninguno se ha sentido tan cerca de mí como el que viene acompañado de un ronroneo al ritmo de cada caricia, unos bigotes que llenan de cosquillas mis cachetes, y las pequeñas patas que amasan mi pecho. Cada quien expresa su amor de millones de formas distintas, pero a fin de cuentas nadie logra enseñarme eso mejor que ella. Sea mordiendo, aruñando, alejándose o con pequeñas caricias de nariz a nariz, todo es siempre al paso de ella, sin apuros. Al igual que con el sol, no puedo escoger cuándo aparece y cuándo se esconde, no le puedo pedir que me de más de lo que ya ofrece, y no la puedo hacer amarme de la forma que quiero ser amado, sino que soy solo quien se llena de gozo con saber que tengo la oportunidad de sentir su cariño puro, desinteresado, a su paso.
El momento donde descubrí que se encontraba ya entrañablemente en mi concepto del amor, fue al mantenerme cerca de su cariño constante, sin importar las lágrimas que fluyeran por mi rostro o la sonrisa que estaba listo por compartir; no existían condiciones para recibir sus abrazos, ni habían días suficientemente malos para no poder vivirlos con el consuelo de su ronroneo. Tan seguro como que pronto vería una nueva mañana, lo estaba de saber que la vería junto a ella.
Mientras me cuestiono cuántas veces he guardado mi amor en un pequeño cajón por temor a no ser suficiente, al lado mío está quien me enseña que es esta vulnerabilidad la que me permite recibir este amor genuino, justo a la medida de lo que soy. Adoro observar cada uno de sus momentos imperfectos cuando rasga mi ropa, me despierta cada noche maullándole a su imaginación, o tatúa su pelo caído en toda mi vestimenta. No existe ni el más mínimo detalle que cambiaría de estas experiencias, pues son solo más páginas por agregar a la interminable novela de lo que es leer la vida en el idioma de amor que ella me ha enseñado.
En las caricias del mundo felino, no existe el miedo a lo que tenemos o somos, no se aparentan nuestras debilidades y preocupaciones, no hay ni un solo problema por encontrar; el momento es lo único por sentir. Es el escape más seguro, protegido y reconfortante por hallar, donde el resto del planeta deja de girar y pasan a existir solo dos seres que sin hablarse se entienden, y sin decírselo, temen únicamente que ese instante llegue a terminar. Eso es también parte de su enseñanza; no existe cantidad suficiente de amor para detener el tiempo, y es justo ahí donde cada segundo cobra más valor.
Cuando veo más de sus bigotes caerse, sus débiles saltos hacerla caer, y su energía apagada, recuerdo que no la puedo forzar a quedarse conmigo. Su tarea nunca ha sido satisfacer cada deseo que me aparezca, y aún así, lo ha logrado sin fallar. Soy quien tantos años después todavía se apasiona por la esencia libre que guía cada uno de sus pasos y me enamoro de nuestra dulce rutina, sabiendo que esta pronto terminará. Son las mismas lágrimas de romance que salen cuando un gato decide pasar la noche acostado en el pecho de su compañía, cuando ronronea en su lenguaje de amor, y cuando ya es hora de sostenerle su patita para despedirse de la hermosa vida que me enseñó a ver a través de sus ojos verdes.