Por Sofía B.
@sofibq17
No lo podía creer. Según mis cálculos era completamente imposible que alguien tuviera un “crush” conmigo como para enviarme un mensaje secreto.
San Valentín siempre ha sido una fecha interesante. Desde muy pequeña mis papás siempre me daban alguna sorpresa ese día: chocolates, flores, o algún “detallito” para festejar. Todo eso hacía que desde entonces la fecha fuera algo especial… hasta que crecí un poco más y llegué a la etapa del colegio, donde la fecha empezó a sentirse diferente.
En mi primer año me llené de mucha ilusión porque, como la mayoría de gente lo dice, “el colegio es la etapa para tener novio/a”. Bueno, ilusión, pero moderada porque, siendo realista, al primer San Valentín del colegio no podía darle tanta importancia. Apenas estaba empezando una nueva etapa y era imposible que a días, o tal vez un par de semanas después de haber entrado a la institución, alguien quisiera enviarme un detalle para la fecha.
Ese pensamiento no necesariamente era causante de decepción, de todas formas los 14 de febrero eran peculiarmente especiales, ya que los de último año se encargaban de decorar todos los pasillos, llevaban chocolates, rosas, serenatas y otros detalles. Mentiría si dijera que la actividad era fea. Habiéndome “conformado” con el hecho de que las probabilidades de recibir un detalle seguían siendo muy bajas, me asombró muchísimo ver que, a pesar de eso, a algunas de mis compañeras ya les habían dado regalos anónimos.
El año transcurrió y yo no tuve ningún novio, entonces mis esperanzas para el siguiente San Valentín se fueron desvaneciendo poquito a poco. Al empezar el siguiente curso lectivo, ya más o menos sabía lo que me esperaba: ajá, ver a mis amigas con sus regalos y yo quedándome sin ni siquiera un solo chocolate. Y así fue como mi forma de vivir San Valentín cambió. Desde ese momento ya no veía la fecha como especial, sino como una ocasión un poco humillante.
En aquel contexto llegaron pensamientos inevitables; nunca me consideré demasiado fea, pero siempre pensé que, entre todas mis amigas, definitivamente yo era la menos atractiva. Cuando inicié mi tercer año definitivamente estaba resignada, pero siempre con una espinita de ilusión porque “una nunca sabe”; para ese entonces me gustaba un estudiante de undécimo, pero sabía que yo era completamente irrelevante para él. Llegó San Valentín y desde la mañana empezaron a repartir los detalle clase por clase; Un grupo de estudiantes que estaba repartiendo los regalos entró a mi aula a dejar los regalos y… de repente dicen mi nombre: “¡Sofía!”
¿Sofía? Por instinto primero me hice la loca, ¿será que escuché bien? No estaba segura y, si me ponía de pie, aquello sería la peor humillación. No lo podía creer. Según mis cálculos era completamente imposible que alguien tuviera un “crush” conmigo como para enviarme un mensaje secreto. En medio de dudas, no me levantaba, así que volvieron a llamarme: “¡Sofía!” Inmediatamente mis compañeros me empezaron a chiflar.
Yo, muy digna, me levanté a recoger mi regalo, traté de actuar como si no me importara para nada, medio leí lo que decía en aquel papelito que venía con un chocolate, y lo guardé inmediatamente. No quería darle importancia, pero por dentro estaba gritando y brincando de la felicidad.
Eso fue hace ocho años y todavía recuerdo claramente lo que decía el papel:
“Me gustás mucho.
Atte: Anónimo de undécimo”.
Sin darle mucha vuelta al asunto pensé: “Claro, es él, sabe que existo y le gusto”.
Cuando llegó la hora del almuerzo nos reunimos entre compañeros y empezaron a hablar de los regalitos que les habían enviado, y como para mí era algo aun increíble, no mencioné absolutamente nada en la conversación. Al rato uno de mis compañeros, muy estúpidamente, me preguntó: “Hey, ¿no te llegó una carta de un admirador de undécimo?”, y así fue como se expuso solo.
Yo lo negué, pues obvio que saber que era él quien lo había enviado y no alguien de undécimo me hacía sentir la peor decepción del mundo. Unas horas antes me sentía mega ilusionada, pero ahora, con esta noticia, sentí que me había “caído de la nube”.
Así fue como me di cuenta de que el papelito que me había hecho sentir tan especial no era más que una broma de mis compañeros. Seguramente fue algo muy “insignificante” para ellos, pero, para mí, significó problemas de autoestima y confianza que se extendieron por más tiempo.
Hoy, a mis 23 años, sigo sin recibir un regalo “real” de San Valentín y la ilusión por la fecha la enterré desde ese día. A veces me pregunto si para mí, lo mejor hubiera sido no recibir ni tan solo un papelito.