Por Natalia Díaz
Nunca fui un cadáver más dócil
que cuando tejí mi propia mortaja
mi silencio, una bisagra incapaz de ceder.
Debiste quebrarme cuando tuviste la oportunidad.
Cuando te dije que me vieras a los ojos
mientras llegabas al orgasmo.
La cara del hombre que me hizo daño,
deformada de placer.
El placer de verme rendida, agotada,
mi cuerpo doblado en un capullo.
Nunca fui un cadáver más dócil
que cuando tejí mi propia mortaja
mi silencio, una bisagra incapaz de ceder..
¿Cómo no habrían cedido mis costuras
si tus manos eran máquinas déspotas?
Convencido estabas de destruirme para,
finalmente, conquistarme.
Fui yo quien te colonizó
con mi imagen,
mi sudor y mis pensamientos.
Me exprimiste mecánicamente
como una jugosa pulpa lacia.
Me escurrí por las comisuras de tus dedos,
de tus ojos, de tus labios.
Tu disculpa obsesiva
es una manifestación fantástica
de mi aborrecimiento.
Codicias un mejor lugar dentro de mi vida.
Yo no te maté.
Para vencerte, no habría bastado
con un único gesto de violencia.
Muerto, te habría llevado en la piel,
entretejido con la intoxicante autonomía
de cuando fui una mujer
completamente libre,
gloriosamente ingenua.
Sueño contigo pesadillas.
Te grito y te lloro sin vergüenza.
En la cama
sola
cuando me violaste
sola
cuando no me creyeron.
Mis emociones no son permanentes
como todo lo demás que arrebataste.
Porque si me ordeno gritar
soy yo misma quien obedezco,
no por ser dueña de un dolor absoluto
sino porque estoy viva.