Por Adrián Pignataro
En pocas palabras, el tipo de elección cuenta: no todas las elecciones suscitan el mismo interés y la participación resultante varía respecto a este.
Las elecciones nacionales son eventos que capturan la atención pública. Entre los muchos resultados que se esperan con impaciencia está el porcentaje de participación electoral o, su opuesto, el abstencionismo.
La participación electoral se entiendo como el porcentaje de personas que votaron en una elección, calculado sobre el total de personas empadronadas. La abstención es su complemento: el porcentaje de personas que no votaron. Ambas cifras, pero especialmente la segunda, reciben múltiples y acaloradas interpretaciones para determinar si, fundamentalmente, el porcentaje es bajo o alto y si debería o no preocuparnos.
Desde la ciencia política, la réplica es “¿bajo o alto respecto a qué?”, pues la participación/abstención es variable entre países, entre elecciones de un mismo país en el tiempo y entre elecciones de distinto tipo.
Para poner un ejemplo: en Costa Rica, entre 1962 y 1994, la participación promedio fue de 81.1%. Pero, a partir de 2002 y hasta 2018, el promedio es 67.8% en elecciones de primera ronda y 61.1% en las segundas vueltas. Tenemos, por lo tanto, que la participación en la primera ronda de 2022, provisionalmente de 59.7%, es menor no solo para la “época dorada” de la participación (1962-1994) sino también para el periodo del desalineamiento electoral posterior a 1998. Ahora bien, este porcentaje es similar al registrado en el referéndum sobre el tratado de libre comercio con Estados Unidos, 59.2%, y es considerablemente mayor a la participación promedio en elecciones municipales, 29.2%. En pocas palabras, el tipo de elección cuenta: no todas las elecciones suscitan el mismo interés y la participación resultante varía respecto a este. También el periodo político es relevante y ya otras personas investigadoras han explicado el por qué se dio la disminución en 1998.
Hay otro punto pendiente: la participación según el país. Aquí encontramos una llamativa variación, desde Malta y Uruguay con niveles por encima de 90%, hasta Colombia, Estados Unidos y Suiza donde menos de 50% ha votado en distintas ocasiones. Estas diferencias se explican, en buena medida, por las instituciones o reglas que facilitan o dificultan la asistencia a las urnas. En Estados Unidos, donde el Partido Republicano busca activamente restringir el empadronamiento (que no es automático) y el voto, la participación se desincentiva. En contraste, en la mayoría de países de América Latina, el voto es obligatorio y en varios de ellos existen sanciones y multas por no votar.
Aunque las instituciones son importantes, no debe dejarse de lado que la participación es fundamentalmente un acto social e individual: votan las personas. Ahora bien, ¿por qué votan unas sí y otras no? Al respecto, existe una explicación politológica bastante convincente: las personas votan (y, en general, participan en la política) porque pueden, porque quieren y porque se les llama. En otras palabras, tienen recursos materiales y cognitivos para participar, tienen motivación psicológica para votar y son movilizadas por partidos políticos, organizaciones, líderes y grupos sociales. La teoría tiene implicaciones empíricamente observables. Por ejemplo, personas de menores ingresos votan menos. La apatía o el malestar con la política reduce la probabilidad de votar.
Muchos de estos factores quizás suenen demasiado light (correlacionales, diríamos en metodología) y no logran determinar con exactitud por qué una persona vota o no. Una teoría alternativa dice que las personas votan cuando su voto determina que el partido o la candidatura de su preferencia gane la elección, bajo la condición de que este beneficio sea mayor al costo de ir a votar (por ejemplo, los costos que plantea el empadronamiento, pero también el costo de informarse sobre los programas de gobierno e incluso de invertir tiempo para ir al recito de votación). Pero, en esta perspectiva, es fácil intuir que es poco probable que un voto entre millones marque la diferencia de una elección. Por lo tanto, decía Anthony Downs, ¡votar es (económicamente) irracional!
En conclusión, la participación electoral tiene múltiples (y controvertidas) explicaciones. Es un fenómeno que resiste una interpretación directa, fácil y –sobre todo– moral. No puede culparse a las personas abstencionistas de no votar cuando sabemos que existen determinantes estructurales, como la educación y la pobreza, que condicionan la participación. Asimismo, los Estados tienen una cuota de responsabilidad al establecer instituciones que facilitan o dificultan el sufragio. Por último, incluso bajo perfectas condiciones materiales e institucionales, el análisis costo-beneficio nos diría que es más rentable no votar. Sin embargo, la mayoría de personas votan, ya que existen motivaciones psicológicas como el sentido del deber o el hábito que impulsan este comportamiento.
En última medida, son también las elecciones las que nos invitan a votar. Elecciones más relevantes y competitivas, con temas y posiciones en disputa, logran atraer al electorado en mayor grado (piénsese en la segunda ronda de los Alvarados en Costa Rica en 2018, o en la reelección de Trump en Estados Unidos en 2020), en comparación con otras elecciones de bajo voltaje. Queda por ver si la segunda ronda de Costa Rica en abril de 2022 se convierte en una elección del primer tipo.
Profesor, Escuela de Ciencias Políticas, Universidad de Costa Rica. Investigador en temas de comportamiento político, opinión pública y política comparada.