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Raíces

Por Dana Vahe
@nomadanita

Ella le pertenece a la tierra, lo veo cuando camina, cuando siembra sus matas en la arena y nacen, aun sin ningún tipo de sustrato del cual alimentarse

Tengo largas raíces que se enredan en las mujeres de mi familia, las mujeres que me antecedieron, me criaron, me vieron crecer. Las llevo en el pecho, en los senos y en los ovarios. 

Mami siempre ha sido una mujer fuerte, nació el 24 de diciembre de 1981 en Puntarenas, una fecha que para ella es difícil de celebrar cada año porque le recuerda a su infancia. El único hombre en su vida ha sido papi, lo sigue siendo y lo será para siempre.

Ella le pertenece a la tierra, lo veo cuando camina, cuando siembra sus matas en la arena y nacen, aun sin ningún tipo de sustrato del cual alimentarse; lo veo cuando mueve montañas con la mirada y cuando me muestra sus manos, sus brazos, sus piernas, tan fuertes y musculosas. Ma está sembrada como una semilla en su tierra, es difícil moverla de donde está, se puede intentar, pero se debe tener mucho cuidado para que sobreviva. Se niega a que yo cuente su historia, por eso lo que puedo mencionar aquí es poco, pero diré algo que me parece importante, al menos en las palabras de otra mujer: La vida de mi madre es una novela que me ha prohibido escribir; no puedo revelar sus secretos y misterios hasta cincuenta años después de su muerte, pero para entonces estaré convertida en alimento para peces, si mis descendientes cumplen las instrucciones de arrojar mis cenizas al mar (Isabel Allende, “Paula”).

Mi abuela, Ana Lucía, ha cocinado desde que camina, y por el esfuerzo ahora tiene las manos entumecidas. Lleva más de 70 años trabajando, de los que solo cuentan unos 50 años de sudor según el seguro social, más de eso no existe. Dice mami que mi abuela siempre fue de un carácter muy serio y duro, una madre estricta y firme. Abuela se ha ablandado con los años, como el queso que hacía, como la cama en la que aún duerme, como las estelas que han dejado el paso de sus dientes. Me ha pedido un moledor de café, uno pequeño, del mercado central, para poder hacer café cuando por fin se pensione; dice que va a sembrar unas matas detrás de la casa, va a cogerlo, secarlo y molerlo ella sola, como lo hacía antes cuando vivía con Gollo, mi abuelo, no de sangre pero de cariño, un hombre de linaje indígena que aún usa su sombrero y sus botas de cuero para el campo. Abuela dice que el olor del café le recuerda al campo, la montaña, a los tiempos en que vivió en San Carlos, ordeñaba a las vacas y hacía queso antes de las ocho de la mañana, cuando el zacate se mantenía bien verde y ella se mantenía bien buena, sus rodillas no le fallaban y el aire no se le iba. 

Mi abuela llora calladito, dice que el Señor conoce su corazón y ha aprendido a llorar así. Casi no sabe leer, pero no se le pasa un día en el que no lea algo de la Biblia, aunque le tome dos horas.

Tiene un par de manos, que enfermas, pueden sanar.

Ana Lucia

Ella esparce un olor a flor amarga,

una crema de rosas diaria.

Cansada, de carácter fuerte y

con la piel de pecosas runas, se presenta extremadamente testaruda.

Con los pies ya hinchados y adoloridos.

Casi no vislumbra lo externo,

solo queda la estela de quienes antes adornaban su sonrisa 

y ahora se encuentran en un cofre de madera. 

Sus manos adormecidas y ojos negros

esconden décadas de una vida pesada, extenuante. 

Cocina y suelta una carcajada malévola, 

cómplice de secretos pasados.

Intenta esconder esa sonrisa risueña

mientras palmea para toda la familia. 

Es fiel creyente de lo divino y cada día reza por nosotros.

Cuenta historias del campo en juventud,

recuerdos vívidos de otros que ya no están.

Mi bisabuela fue una mujer fundadora del pueblo donde crecimos las tres, todos ahí la conocieron. Nunca fue de grandes pertenencias, pero criaba chanchos, sembraba arroz, frijoles, verduras y lo que hiciera falta para comer. He escuchado muchas historias sobre ella, sobre su vida y su lucha por continuar viviéndola. La pobreza era lo que más había en la familia cuando mi bisabuela era joven. Trabajaba mucho, limpiaba casas y era partera, si alguien sabía sobre remedios naturales era ella y nunca le faltó Dios en su corazón. Los hijos no nacidos de mi bisabuela no tienen nombres, solo Carlos Alberto, que nació pero murió rápidamente. Además de esos, tuvo a sus hijos sola en su casa, y cuando sus primeras hijas eran más grandes, los tuvo con ayuda de ellas. 

Sus hombres, la vida de campo y de mar la marcaron para siempre, pues nunca supo vivir de manera diferente. Sus hombres nunca fueron buenos, se casó a los 16 años con un señor muy viejo. Luego, cuando él murió, se volvió a juntar con otro hombre que la trataba mejor, aunque lo borracho no se lo quitaba nadie. 

Las tres mujeres de mi familia han sido mujeres de cuerpos que importan, sin los ovarios de mi bisabuela, mi abuela no hubiera podido ser concebida, sin la leche de los senos de mi abuela, mi mamá no hubiera podido fortalecerse, porque sin el cuerpo de mi mamá, yo no hubiera llegado a este mundo.