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No solo se toca la música

Por Carolina Campos
@caro.camposarce

La clarinetista armó su instrumento, calentó y con determinación se plantó frente a la prueba de fuego. Cuando la vio, abrió los ojos de par en par con extrañeza.

Cuando estudiaba Educación Musical en la universidad, recibí cursos de pedagogía y teoría musical, y ya casi al final de la carrera, un par de asignaturas sobre cómo enseñar este arte. Estos escasos pero maravillosos espacios me dejaron la enseñanza más importante de lo que  estudié y hoy por hoy, es lo que difundo en mi quehacer pedagógico y artístico. Ya les contaré de qué se trata.

Empecemos con una anécdota. En este curso estábamos estudiantes con diversos conocimientos y experiencias, no solo musicales, sino también en danza, diseño, actuación, entre otras. No todos dominábamos la lectura musical al mismo nivel, no todos éramos instrumentistas, pero casi todos teníamos jueces mentales, de esos que no te dejan hacer nada bien o disfrutar lo que hacés bien. Aquella clase, a ratos, venía a ser una especie de terapia para músicos temerosos. 

Una mañana, el profesor preguntó quién se atrevía a tocar una pieza a primera vista. Entre músicos, la temida primera vista es cuando te sentás frente a una partitura por primera vez, sin chance a probarla lento o analizarla, y tocar de una. Para muchos es muy estresante. Todos se volvieron a ver, otros nos hicimos pequeños para no ser vistos. Mi amiga clarinetista, que siempre había sido muy osada, se ofreció voluntariamente. Se paró para ir por su clarinete mientras los demás aplaudíamos aliviados y expectantes. El profesor extendió unas hojas en el atril. La clarinetista armó su instrumento, calentó y con determinación se plantó frente a la prueba de fuego. Cuando la vio, abrió los ojos de par en par con extrañeza. Rió nerviosa, miró al profesor desconcertada. Este sólo sonrió, le susurró algo al oído y desapareció del escenario. Ella miró la partitura unos segundos, tomó aire y comenzó a tocar. No preciso los sonidos, pero recuerdo la libertad y la soltura con que tocó. Cuando concluyó, estallamos en un aplauso efusivo, dándole todo nuestro apoyo. Cuando el profesor, quien también aplaudía, se acercó a ella y giró el atril hacia nosotros; lo que había en el papel no era un pentagrama con notas musicales: era una pintura. La clarinetista había improvisado aquélla melodía, a partir de un estímulo visual, un paisaje hermoso, de cuyo autor nos habló luego el profesor. Esa fue una de las primeras pistas para mí de que la música no solo la encontramos en las partituras.

Por ser profe de música, es normal que converse con personas que afirman que siempre anhelaron aprender a tocar un instrumento, o instrumentistas que se disculpan porque no saben leer música (yo más bien admiro a quienes tocan de oído). Cuando se trata de música, las mentes suelen limitar el saber y la interacción con esta a leer una partitura y tocar un instrumento. De ahí que muchas personas se sientan frustradas por no satisfacer esa necesidad de hacer música, al no poder comprar un instrumento, o al “fracasar” en estas.  Que es muy difícil, que yo no estudiaba, que no tenía tiempo, que no era para mí, que me aburrí. Las razones son casi siempre las mismas. Sin embargo, lo que creo, es que esas personas no tuvieron suficientes experiencias o estímulos que les permitiera encontrar lo que buscaban, que por lo general, es un deseo de encontrarse a sí mismas. 

Por eso, tomo de referencia las sesiones con este profesor universitario, Guillermo. Detestado por unos, alabado por otros, pero siempre dejando alguna huella a su paso. Casi todas las sesiones él buscaba acercarnos a la música de diversas formas, porque diversas somos las personas, y porque como profes de cualquier institución, trabajaríamos con una variedad aún más grande de seres humanos, sensibles y pensantes. Algunos días bailábamos diferentes géneros: danza, rock, música latina. Otros días dibujábamos, actuábamos, escribíamos, pero siempre experimentábamos, jugábamos. La música era el motor, el estímulo. A veces, él ponía una serie de obras musicales, muy contrastantes las unas de las otras, y cada estudiante podía experimentarla como quisiera: podías moverte, cantar, dibujar, escribir, acompañar con algún instrumento. 

A la hora de trabajar en equipo la cantidad de ideas era exagerada, todos querían expresarse, poner su toque personal, pero sobre todo vivir la música a su manera. Aprendimos que existe la musicoterapia, se dice que surgió como una forma de apoyar a los soldados mutilados y traumatizados por la guerra, pero en realidad, los chamanes de todas partes del mundo siempre usaron la música para sanar.  Aprendimos que las personas sordas pueden bailar coreografías, que la música puede hacerse con objetos cotidianos y que de la basura surgen ritmos y bailes asombrosos. Pero sobre todo, aprendí, y aquí es donde comparto mi consigna absoluta, que no solo se toca la música. Tocar un instrumento es una de las formas más conocidas, pero no es la única.  Podemos palmar, zapatear y percutir en nuestro cuerpo (percusión corporal). Podemos seguir el ritmo golpeando una mesa, unas maracas o un bastón contra el piso. La podemos bailar, como queramos, sin importar que sepamos o no, porque nuestro cuerpo naturalmente busca moverse. Podemos escuchar música e inspirarnos a escribir cuentos, novelas o poesías. Podemos pintar, esculpir, dibujar. Guiados por la música podemos narrar, declamar o actuar. La podemos cantar aunque no tengamos voces prodigiosas. La música se convierte en una especie de hada madrina que con su varita va creando palabras, pasos y texturas. ¡Se me ocurre tanta creatividad que nace a partir de una melodía o un ritmo! Y dentro de la música también están los compositores, arreglistas e ingenieros de sonido que dan gran forma  a pequeñas ideas. Las posibilidades son muchísimas. 

Quizás muchas personas no “lograron” aprender a tocar un instrumento, no porque no fueran capaces, sino porque sus intereses o habilidades eran otras, pero la música les inspiraba. Quizás tampoco nos enseñan que no es imprescindible saber leer música para interpretarla, pero que sí se necesita paciencia y constancia. Que la música no la aprendemos por arte de magia, y que tampoco es justo etiquetar de “buenos” o “malos” a los músicos. No debería ser una tortura, una frustración, ni una razón para maltratarse a sí mismo o a otros. Debería ayudar a liberar todo nuestro potencial, de ahí el por qué en el sistema educativo tenemos materias como educación musical y artes plásticas: no para vivir del arte, sino para dejar volar la imaginación y dejar hablar todo lo que callamos dentro.