Por David Delgado Cabana
@dfdcabana
Son las 8:15 p. m. del 1.° de febrero del 2013. Es viernes. Un hombre de jacket de cuero negro aborda un autobús con el objetivo de asaltar siete pasajeros, pero uno de ellos se le enfrentó cuando intentó arrebatarle su celular. El pasajero resultó herido de un balazo en su cara y debió ser hospitalizado en el San Juan de Dios.
A la mañana siguiente, un reportero de La Nación ingresó a su turno de fin de semana y recibió el reporte policial de todos los sucesos ocurridos el día antes y le llamó la atención contar la historia del sobreviviente al asalto. El periodista se fue para el hospital a entrevistar a la madre del pasajero de bus y sus amigos. Había un milagro que contar.
Un mes después, el pasajero envió, por un mensaje privado en redes sociales, una nota de agradecimiento al periodista que había escrito su historia y le contó que estaba recuperándose de las heridas en su rostro. El reportero le contestó con una invitación para que tomaran café y, sin pretenderlo, ambos se convirtieron en pareja durante dos años.
Ese reportero soy yo. Tenía 24 años para ese momento y él, tres años menos. Me enamoré del hombre de quien yo había narrado un trágico milagro. Nunca me había involucrado sentimentalmente con alguien así. Simplemente, no podía hacerlo. Estaba ‘enclosetado’ mientras dirigía un grupo de jóvenes en una iglesia cristiana y formaba parte de un grupo de alabanza como tecladista. Tenía una década de estar involucrado en grupos juveniles cristianos y envuelto en un círculo religioso que reprimía por completo mi sexualidad.
Crecí en un hogar cristiano y ser gay a escondidas, desde mis 5 años, me cargó de temores, culpas e invisibilidades. Mis padres formaban un matrimonio ejemplar en esa multitudinaria iglesia y no podía exponerlos, ni a ellos ni a mí.
Sin embargo, mis sentimientos por el primer hombre con quien quería gritar al mundo que me gustaba, me llevó a retirarme de la iglesia hasta la fecha. No he logrado empatar en ninguna otra. Desistí de intentarlo y entendí que podía disfrutar mi espiritualidad con Dios sin necesidad de un club social.
Aquella relación con ese hombre solo mis amigos más cercanos la conocían. La primera vez que tuvimos un conflicto y rompimos me desestabilizó tanto emocionalmente que fue imposible no contarle a toda mi familia, mi refugio primario. Empecé por mi hermana mayor, en un café a solas, y, luego, por mi hermano menor acostados los dos en su cama. Ambos me dieron su apoyo.
Cuando le conté a mi mamá, me confesó que había esperado toda su vida para que llegara el momento en que yo le dijera eso que, en el fondo, ella ya sabía. Fácil no fue por sus concepciones cristianas, pero ganó su amor incondicional de madre. Cuando le dije a mi papá, me abrazó y me dijo que el camino sería difícil, pero que él estaría conmigo siempre.
Tuve la suerte de recibir el apoyo de mi círculo más cercano. Sentí alivio, libertad, me quitaron un enorme peso de encima. Sin embargo, yo quería seguir con el mismo mae gay, y pensaba que sería más cómodo lejos de la casa de mis padres. Sentía la necesidad de independizarme. A finales del 2013 decidí construir mi casa. Era el proyecto más importante hacia mi libertad y lo culminé en mayo del 2014.
Estaba aferrado a la idea de sostener una relación con otro hombre y volví con él, sin importar que estuviésemos cursando por comportamientos tóxicos como los celos enfermizos o las rupturas constantes y estúpidas. De esto aprendí y, en un viaje que realizamos a Machu Pichu, en el 2015, los aires incas me empujaron a ponerle final. Fue el peor viaje de mi vida, pero se completó un ciclo.
A nivel profesional, ya tenía seis años de trabajar como periodista en el principal medio de comunicación del país. Tenía mucha estabilidad, posicionamiento y aspiraciones académicas que me llevaron, más adelante, a especializarme en criminología y graduarme de abogado. Justo en el 2015, cambié el trabajo de reportero para dirigir una oficina de prensa y comunicación con un contrato por los próximos dos años.
Sin darme cuenta, estaba felizmente soltero. Comencé a tener citas infructuosas, conocer nuevos ligues y salir de fiesta. No había expectativas, no buscaba conocer a alguien para iniciar una nueva relación seria. Todavía necesitaba superar mis propios prejuicios religiosos si quería disfrutar al lado de alguien más. Hasta llevé un curso de teología de la sexualidad para poner en paz mi relación con Dios, eliminar la culpa tan impregnada.
Nuevo comienzo. Un viernes 16 de octubre del 2016, después de salir de la oficina, mientras subía unas escaleras, en un centro comercial, empaté mi mirada con la de otro hombre que bajaba al lado contrario. Me llamó mucho la atención y fue imposible no sentir una conexión con él. Tuve que volver a verlo hacia atrás pensando que quizás era idea mía, pero él también estaba viéndome y comenzó a subir las gradas hasta llegar donde yo estaba.
Los nervios me armaron de valor y decidí saludarlo. Nos fuimos caminando hacia el parqueo y, para nuestra sorpresa, coincidimos en que nuestros carros estaban estacionados frente a frente en aquel edificio de ocho pisos. ¿No les parece imposible?
Estuvimos hablando por unos 10 minutos y fue como si nos conociéramos desde pequeños. Ese ratito, descubrimos 14 coincidencias que, en el camino, han sumado incontables experiencias paralelas: su papá cumple en el mismo mes que el mío; su hermano se llama igual que el mío; nos criamos en el mismo barrio a menos de un kilómetro de distancia; mi prima mayor estudió con él en la escuela; su sobrina nació el mismo mes que mi sobrino; estuvimos enamorados del mismo vecino en nuestra adolescencia.
La historia del parqueo continuó con un intercambio de números de teléfono. Nos vimos de nuevo en una cafetería en Cartago y, al mes, ya vivíamos juntos. Mi casa se convirtió en nuestra casa. Ambos comenzamos a visualizar proyectos juntos. Max trabajaba como ejecutivo bancario y yo, en seis meses, me quedaría sin trabajo por el vencimiento de mi contrato. Entonces, comenzamos a pelotear ideas para emprender juntos.
Max y yo compartimos no solo un pasado similar: él fue criado en una iglesia cristiana y tanto él como sus papás estaban bastante involucrados, sino que, además, tenemos pasiones similares: nos gustan los deportes de aventura, conocer nuevas personas, hacer ejercicio, planear viajes y nos apasionan los animales.
Tenemos cuatro hijos: Amy es una pug, Sora, labrador, Belka, weimaraner, y Luka, un husky. En diciembre del 2016, nuestros perros contrajeron una enfermedad viral que les provocó una tos incontrolable. ¡No dormimos esa noche cuidándolos! Comenzamos a buscar una veterinaria que los atendiese, pero fue casi imposible a esa hora. Esta experiencia nos aterrizó la idea del emprendimiento y comenzamos a formarnos en un negocio completamente desconocido para ambos: abrir una veterinaria.
Así, contratamos una médica veterinaria que nos orientara en el proceso, pusimos todos nuestros bienes a responder para obtener un préstamo bancario y, en mayo del 2017, abrimos nuestra primera clínica veterinaria. En febrero del 2019, consolidamos un segundo centro médico. El proceso no fue fácil: durante el primer año, mientras consolidábamos el negocio, yo dejé de percibir ingresos como había estado acostumbrado como asalariado. Con el tiempo, pudimos organizarnos de manera que ya los dos estábamos dedicados de lleno a gerenciar ambas clínicas conformadas por 19 colaboradores y, en mi caso, abrir mi bufete desde el cual dirijo unos 50 casos en los tribunales de justicia.
El rechazo
Los gays pasamos por experiencias que nos marcan de manera particular. En mi caso, toda una vida, desde la escuela, viví bajo la sombra de que me calificaran como “playo” por ser quien era. A pesar de ello, los años me permitieron acostumbrarme al acoso, vivir con él, afrontarlo y superarlo. Hoy, “playo” ni me califica ni me ofende.
Cuando cumplí 30, me sentía plenamente orgulloso de ser quien era y que me llamaran así. Soy playo, soy abogado litigante, soy empresario, estoy casado y me siento feliz por todo esto, pensaba…, pero a mis treinta y tantos, hubo un episodio inesperable: un gerente bancario, ultraconservador, se negaba a aprobar un crédito empresarial –financieramente avalado–, luego de enterarse que éramos pareja. ¡No podía creer que, en pleno 2020, persistiese tantísima discriminación! Finalmente, no tuvo otra opción que aprobarlo.
Ese episodio, aunado a la entrada en vigor del matrimonio igualitario, en mayo del 2020, nos hizo percatarnos de que éramos ciudadanos excluidos del goce pleno de nuestros derechos, que las parejas gais necesitamos seguridad jurídica sobre nuestro patrimonio y que también podemos consolidar nuestra relación en la máxima expresión social del amor.
El año pandémico nos impidió organizar nuestra boda y reunir a nuestro círculo íntimo. Finalmente, lo hicimos el 28 de agosto del 2021. Estábamos preparados para decirle a la sociedad, de la mano con nuestros amigos y familia, que éramos esposos.
Llevábamos cinco años juntos, pero aún con ese lustro, el anuncio del matrimonio nos provocaba una extraña sensación. ¿Cómo lo tomarían? ¿Estarían de acuerdo? ¿Llegarían a la boda? ¿Se taparían los ojos cuando nos dijesen “ahora, pueden besarse”?
Mis papás recién se habían divorciado después de 35 años de matrimonio cuando tuvimos que contarle a mami que nos casaríamos. La noticia fue como una bofetada: imaginen aquella contradicción de que el matrimonio religiosa y socialmente ejemplar había llegado a su fin al tiempo en que su hijo gay anunciaba con su formal unión. Con los días, lo asimiló.
La boda fue el mejor día de nuestras vidas. Lo disfrutamos como nunca. Llegaron quienes debían estar. Mis papás estuvieron, cada uno por su lado, eso sí. Sin embargo, los papás de Max no asistieron. ¡No llegaron! ¡Ni siquiera nos felicitaron! Se perdieron de un momento tan íntimo y emotivo, donde nos hicimos vulnerables, en lo individual, para fortalecernos juntos.
El que mis suegros no estuviesen ahí nos ha dolido profundamente, pero nos ha hecho entender que ahora nosotros somos una pequeña familia y que, nuestro futuro, seguirá marcando la vida de tantas personas que aún no lo han logrado por temor y por rechazo.
Cuento esta historia con cierto miedo al rechazo, pero armado del valor que por años he ido fortaleciendo porque sé que, al final, muchos no lo van a lograr; que, en el camino, otros lo hicieron y fueron rechazados; y que otros, lo hemos ido superando con los años.
Salir del closet no es opción, es un compromiso individual con nosotros mismos, pero también un compromiso social para alentar y acompañar a quienes no han podido.
El mensaje final es claro: ¡Los playos solo queremos ser felices y por más difícil que parezca el camino, no hay que desviarnos de nuestro destino!