Por David Ulloa
@davulloa
Todavía recuerdo el olor del vestidor en el colegio después de la clase de educación física.
Sudor adolescente disipado por el Axe Chocolate, porque a veces no alcanzaba el tiempo para una ducha. Camisetas mojadas secándose al calor de la carne molida que sobró del almuerzo, porque el bolsito de la merienda era multiuso. Moco de gorila, colonia prestada, barro, sangre.
Mucho tiempo después de despedirme del colegio para siempre, esa amalgama de olores siguió activando mis sentidos y mi memoria. Entraba por la nariz y me llevaba directo al momento cuando, por primera vez, sentí deseo y también miedo de desear.
El primer deseo. La emoción de ver a mis compañeros salirse de sus uniformes era paralizadora. Unían sus torsos desnudos en abrazos, presumían el vello incipiente de las axilas, comparaban sus bíceps recién hechos y desfilaban uno detrás del otro en calzoncillos.
El primer miedo. El miedo a desvestirme fue igual de paralizador. De pronto dejé de admirar las piernas tonificadas de mis compañeros futboleros y empecé a pensar en las mías. Flaquitas, cortas, no aptas para correr. Dejé de admirar los cuadritos naturales de mis pares y miré hacia abajo. Pancita redonda, floja, consentida por los postres de mamá. Quise huir de ese vestidor y volver hasta que mi cuerpo fuera igual o mejor al resto. Más alto, más musculoso y más vergudo.
A veces, aunque han pasado más de 10 años, si cierro los ojos parece que aún estoy en ese vestidor rodeado de torsos desnudos que, como en formación militar, me acorralan para que muestre el mío. Sucede sobre todo cuando algún incauto levanta el brazo y el Axe Chocolate me nubla la vista.
Hey stud!
La vida fuera de los vestidores y los armarios resultó ser mucho más divertida. Los desfiles de hombres en calzoncillos se hicieron más frecuentes y le perdí el miedo a las bolas. La verdad es que después de pasar tu adolescencia biológica bajando la mirada, es muy liberador poder mirar a otro hombre con deseo y ser correspondido. Poder tocar a otro mae sin estar obligado a inmediatamente pensar en una broma o lanzar un “ayyyy loca” es un verdadero alivio.
Pero no todo era color de rosa en el dormitorio homosexual, por lo menos no literalmente. No pasó mucho tiempo después de mi despertar sexual cuando poquito a poco apareció de nuevo el miedo paralizador. De pronto empecé a olvidar que estaba con otros chicos para compartir una experiencia de placer y más bien sentía que me había inscrito en el campeonato de los cuerpos.
Cada encuentro era una ronda eliminatoria. Cuando mi oponente se empezaba a desvestir yo ya no estaba disfrutando el show, estaba meticulosamente examinando el cuerpo que tenía al frente para ponerlo a competir con el mío. “Wow, esos brazos, ¡qué dichoso!, ¿Cuánto levantará?”; “Yo no podría nunca tener esas nalgas, haga lo que haga, es que ya eso es de nacimiento”; “Qué pies más bonitos tiene, ya ni loco me quito las medias hoy”.
¿Era solo yo el único que me sentía así? ¿Estuvieron todos mis compañeros sexuales secretamente evaluando su cuerpo frente al mío? ¿Cuántas veces perdí?
Ninguna canción habla de mí
Superados los inciertos 20 ‘s (la verdadera adolescencia gay), lentamente uno empieza a caber mejor en su cuerpo. Ya se han cimentado otras características que pueden resultar atractivas como el sentido del humor o la estabilidad emocional. Esto aliviana un poquito la urgencia del cuerpo perfecto. También los hábitos saludables se han colado en nuestras rutinas y, no para ganar el campeonato de los cuerpos, sino para alargarnos la vida.
De repente todo marcha bien en un mundo que ya no huele a Axe Chocolate, hasta que no. Seducido por el morbo de las redes sociales me dejo llevar por los hashtags #gay #gayboy #gaylife #gayjourney y, con cada scroll hacia abajo, vuelve el miedo que paralizaba.
En cada post un cuerpo más cincelado que el anterior. Torsos en forma de V que probablemente me están gritando ¡VACA! de forma subliminal. Y debajo de sus fotos la frase que solo puedo entender como mi propio epitafio: “Living my best life @ 19”.
Y yo, que dentro de un mes cumpliré 32, me enfrasco en un monólogo no me dejará dormir esta noche: ¿Qué estaba haciendo yo a mis 19? ¿Por qué no me veía así? ¿Qué hice mal? ¡Fueron las hamburguesas! Debí jugar más fútbol, o bueno cualquier deporte. ¿Dónde darán clases de tenis cerca de acá? Mañana que voy al gym pregunto. Es más, voy a poner la alarma para ir al gym a las 6 y quedarme una horita extra. Y ahora sí, ¡ni una hamburguesa más!
Cómo podemos vivir con nosotros mismos
De niño siempre fui el rarito, el afeminado, al que si no le enseñaban cómo ser hombre iba a salir torcido. Crecí con la idea de que yo solo traía defectos de fábrica y que si algún día aspiraba a jugar en el equipo ganador tenía que esconder y disimular todo lo que me era natural. Como no pude, la carta de despido fue clara: nunca vas a ser suficientemente hombre. Creo que en esa carta venía incluido el miedo paralizante, como ántrax.
Desde que recibí ese mensaje definitivo no he parado de tratar de compensar mi faltante. No he podido dejar de competir con otros hombres para ganarme mi propia hombría. No he podido dejar de someter mi cuerpo a un régimen cruel de pesos y medidas. No he podido dejar de resentirle a la vejez que me robe un poco de lozanía todos los días.
Entre cóctel y cóctel le pregunto a mis amigos si ellos creen que este miedo que les he descrito es otra trampa del patriarcado. Les explico exaltado que ahora sí nos dejan casarnos y, en buena teoría, amar a otro hombre; pero siempre nos mancillaron el amor propio. O sea, nos metieron el chip de que, no importa lo que hagamos, ni cuán exitosos seamos, este cuerpo siempre será un cuerpo gay, un cuerpo defectuoso. ¿No les parece lógico que por eso estamos obsesionados con enmendarlo?
Y como dice Rupaul, les anuncio, mientras levanto mi copa para el chinchín, ¿¡cómo putas vas a amar a alguien si no te amás a vos mismo!? Todos al unísono gritan “yassss guuuurl” y yo me alegro de, por lo menos esta noche, estar fuera del vestidor.
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