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El arte no es olvidar, sino dejar ir

Por Valeria Murillo
@valeria______murillo

“Poder decir adiós, es crecer” – Gustavo Cerati

No tengo registro del momento en que surgió mi enemistad con la realidad. Pudo haber sido justo al nacer o ya de adulta, al verme resistir insondablemente el hecho de que las cosas se acaban, la gente se muere, que tengo control sobre poco y que a mis matas las atacan las cochinillas. Cuando sea que haya sido, es una enemistad que por supuesto solo yo la reconozco como tal, porque la realidad está tranquila siendo y sucediendo, ni siquiera se ha enterado que tengo problemas con ella.

Mi inconveniente con la realidad es que a diario me pide que viva en el presente pero yo,  reconocida entusiasta del pasado y el futuro, me veo tentada a colgarme de lo que ya fue y algunas veces de lo que aún no ha sido. El presente es un lugar tan vulnerable que estando ahí soy fácilmente secuestrable. De repente me abducen mis propios condicionamientos y un par de creencias del pasado que de forma desconsiderada impiden arraigarme pacíficamente en el ahora y se mofan de mi incapacidad para soltar.

Me da miedo vivir en el presente y confieso de manera agradable, lo humana que esto me hace sentir. Pero estoy creciendo y aprendiendo a relacionarme con mi miedo. Lo veo a los ojos, lo entiendo, le agradezco por protegerme y le doy la mano para, juntos, disolver nuestra resistencia a la vida, encontrarnos cara a cara con ella y así dejar ir y empezar a crear nuevas versiones.

Por supuesto que todo sería más fácil si el dejar ir me topara a medio camino y me ahorrara gran parte del trabajo que implica implementarlo en mi vida. Que me salude con un abrazo cálido y me lleve por la senda que dará paso a la transformación y a la expansión sin tener que hacer una parada estratégica en el dolor. Como si me acompañara en mi primer día de escuela, solo que ahora tengo 35 años y estoy fundamentalmente sola en mi propio proceso.

Olvidamos que para dejar ir, tenemos que permitir de manera radical que las cosas nos duelan. Dejarnos poseer por lo que más evitamos sentir, por lo que más miedo nos da. Dejar de edulcorar nuestras emociones y experiencias; vivirlas y asumirlas tal y como son y no como queremos que sean y permitirles que nos atraviesen para luego soltar eso a lo que tanto nos aferramos, lo que parece poseernos, lo que nos obsesiona.

En el pasado todo es más familiar. No me extraña que vuelva a él constantemente porque me cuento la historia de que ahí estoy segura, que tengo el control. Por eso es tan humano aferrarme a su intangibilidad y porque dejar ir requiere sentir el dolor de mis pérdidas y estar dispuesta a integrar tanto los recuerdos como las pérdidas mismas, en una yo, más nueva y madura.

Soltar es permitir que la vida me lleve a un nuevo lugar, incluso a una interpretación más profunda y verdadera de mí misma. Significa liberarme de algunos aspectos de mi pasado que me imposibilitan crecer, y enfrentarme a la incertidumbre dejando atrás lo habitual y cómodo. Es tan fácil, que se vuelve difícil, y aceptar eso también es una manera de abrazar mi humanidad, una que fluctúa constantemente entre conceptos, ideas, apegos o desapegos.

Si dejar ir fuera la receta de un queque; la negación, ira, negociación, depresión y aceptación, serían los ingredientes principales. No hay reglas para hacerlo, cada uno de nosotros elabora la receta bajo unidades de medida muy propias y únicas, influenciadas por nuestra historia más íntima. Unos demoran un buen rato derritiendo la ira en la mantequilla, a otros les toma más tiempo incorporar la depresión a la mezcla, otros no usan ni la mitad de los ingredientes y están quienes se relajan con un mejunje hecho a la carrera pero que igual les sabe rico. Todo es válido.

Finalizar la receta es mi parte favorita porque es cuando, pacientemente, monto la aceptación como un lustre espeso y dulce, corto una tajada del queque y saboreo la tranquilidad que equivale el sentir en mi cuerpo físico y emocional que ya todo pasó. Ya solté. Puedo seguir.

El poder soltar termina siendo como una especie de fortaleza que se basa más en la entrega en vez del forzamiento. Cuando dejo de forzar; perdono, me perdono y confío en el orden natural de las cosas para que sigan su curso. No se trata de ser una simple observadora pasiva de mis propias circunstancias, sino de fluir con la realidad, alineándome con el entendimiento correcto de cómo funciona el universo, y por ende, relacionándome diferente con cada situación que vivo. 

Una vez masterizado el arte de dejar ir, dejamos ir cada vez más y cada vez mejor. Dejamos ir al amor que no se siente como amor, dejamos ir a nuestros muertos y nos dejamos ir a nosotros mismos, una y otra vez reconociendo nuestras nuevas versiones, recibiéndolas sin apego y despidiéndolas si llega el momento de hacerlo.

Dejamos ir la capacidad para tomarnos las cosas de manera personal, la creencia de no ser suficientes, la necesidad de ser perfectos, nuestras expectativas y las de otros. Dejamos ir los ‘hubiera’ y el dolor de no estar donde creemos que deberíamos estar. Dejamos ir al miedo, la vergüenza, la culpa, los malos hábitos, el pantalón que no nos queda, el bus que de por sí ya nos había dejado.

No podemos olvidar nuestro pasado porque es un recurso innagotable de información que nos permite navegar el presente con más claridad y fluidez. Cuando lo soltamos genuina y conscientemente, abrimos espacio al coraje de morir todos los días, a la aniquilación constante de cada una de nuestras versiones, pero sobre todo, abrimos espacio para el no saber, sin olvidar el pasado, solo dejándolo ir.


Motivada por la belleza y las palabras, anda creativamente perdida entre la comunicación, las flores y los mamones chinos. Con 10 años trabajando en la creación de contenido, pero 35 de trabajar como ser humano. De un tiempo para acá escribe más, baila más, siente más.