Por Alessandro Solís
@hulessandro
Como dijo David Attenborough en su documental A Life on our Planet, “en este mundo, una especie solo puede prosperar cuando todo lo demás a su alrededor también prospera”. Nuestra salud mental no es ajena a esa regla básica de la vida en la Tierra.
El mundo entero, parece, atraviesa una crisis de salud mental, cuyas principales expresiones son la ansiedad, la depresión o bien la temida interacción entre una y otra. El cataclismo llamado Covid-19 da la impresión de haber disparado las cifras de personas que sufren enfermedades mentales, pero conviene recordar que esto viene de lejos. Si bien es cierto que las consecuencias sociales, económicas, sanitarias y políticas de la pandemia han pasado factura a nuestro bienestar psicológico colectivo, este es un problema de larga data, y con el aumento exponencial de trastornos mentales derivado del coronavirus ha quedado en evidencia que, como la misma respuesta al patógeno, esta crisis no se va a solucionar si sigue tratándose como un asunto individual y focalizado en vez de uno compartido y extendido.
Mucho antes de la pandemia, las tasas de angustia ya se habían duplicado entre personas nacidas en 1946 y en 1970, siendo las mujeres las que principalmente reportaban problemas de salud mental, según estudios citados por Oliver James en su libro The Selfish Capitalist. La tendencia desde hace varias décadas apunta a que la ansiedad y otras enfermedades mentales han venido en aumento de forma paralela al desarrollo del sistema de perpetuo crecimiento económico que domina el mundo. Mark Fisher, que en su libro Capitalism Realism menciona las cifras anteriormente citadas, alega que el modelo capitalista se beneficia de que estas afecciones sean consideradas un problema químico-biológico que afecta a algunos individuos y critica que “la corriente ontológica dominante rechaza cualquier posibilidad de una causalidad social de las enfermedades mentales”.
Cualquier parecido entre los argumentos de “responsabilidad individual” en el marco de la pandemia del coronavirus y la absolución de la cuota de responsabilidad de la colectividad en la epidemia de salud mental no es una casualidad. Los cimientos sociales de las enfermedades mentales están ocultos adrede, argumenta el Institute for Precarious Consciousness en su ensayo We Are All Very Anxious, en el que se define la ansiedad como un “secreto público” característico de la etapa contemporánea del capitalismo. Un secreto público es “algo que todos saben, pero nadie lo admite o habla al respecto”, según el escrito, que señala la ansiedad como el afecto dominante del sistema político-económico que gobierna nuestras existencias hoy en día.
Si en otras etapas del capitalismo fueron la miseria y el aburrimiento los afectos dominantes ante la ideología político-económica —explica el mencionado colectivo anónimo—, el secreto público en la actualidad es que todos estamos ansiosos. No es que esté de moda hablar de la ansiedad generalizada (es decir, aquella que es un trastorno y no la ansiedad en su estado más básico, que es un mecanismo de defensa que, como el miedo, nos ayuda a sobrevivir); es que verdaderamente se trata de la forma en la que miles de millones de personas lidiamos con la realidad, y a todas se nos dice que sus causas son exclusivas de nuestros propios desequilibrios químicos y nada tienen que ver con nuestro entorno ni con las circunstancias sistemáticas que modifican nuestra existencia lo queramos o no.
La terapia no tiene nada de malo y ofrece alivio a muchas personas, pero intentar detener esta epidemia de enfermedades mentales —que tiene a la ansiedad como común denominador— con base en tratamientos individualizados es como si, ante la pandemia de Covid-19, las autoridades sanitarias decidieran solo tratar a los pacientes de la enfermedad conforme van llegando a los centros de salud, sin hacer pruebas masivas para detectar el virus, sin tomar medidas para reducir los contagios o sin al menos reconocer que hay deficiencias estructurales que provocan que determinados segmentos de la población tengan mayor riesgo debido a circunstancias sociales, económicas y políticas que rebasan la agencia de los individuos que los componen. Tampoco es una casualidad que la gestión de la pandemia haya resultado desastrosa en prácticamente todo el mundo; al igual que pasa con la salud mental, la despriorización de la salud colectiva es propia de una sociedad impulsada, no por el bienestar físico y emocional de las personas, sino por la adicción a las ganancias a corto plazo.
Por ello, resulta un ejercicio de cuasi cinismo que el Estado costarricense, a través del Ministerio de Salud, reconociera el 15 de febrero de 2021 que la vulnerabilidad socioeconómica “incide en la salud mental de la población”, señalando que la depresión y la ansiedad afectan más a los empleados del sector privado o a quienes no tienen trabajo, y recogiendo datos de un estudio de la UNA y la UNED que cifró en casi un 44% la población costarricense que sufría ansiedad a finales de 2020. En su comunicado al respecto, el Ministerio de Salud instó a buscar “soluciones colectivas” al empeoramiento de la salud mental, pero divorció estas decisiones de la clase política y las relegó a las “redes de colaboración comunitaria”. Si la política es el espacio en el que solucionamos los problemas colectivos, la cuestión de las enfermedades mentales no es ajena a la labor de los dirigentes públicos. Lo contrario sería semejante a dejar la gestión de la pandemia en manos de la Cruz Roja, sin —por ejemplo— articular mayorías parlamentarias para inyectar recursos en el sistema de salud pública y así afrontar la emergencia sanitaria de forma más integral.
Lo que pasa es que atacar la epidemia de las enfermedades mentales supone reformar el sistema por completo, de forma que antes de las ganancias inmediatas y el crecimiento económico infinito la prioridad sea el bienestar de la sociedad en su conjunto. Lo mismo puede decirse (y se dice, cada vez más) sobre asuntos como la crisis climática, la desigualdad estructural o la misma pandemia. Si parece un argumento acerca de la interseccionalidad es porque lo es: todos estos problemas tienen como raíz nuestro francamente desquiciado modelo productivo, razón por la que desde el feminismo hasta la biología —pasando por la filosofía y la economía, entre muchos otros campos— apuntan a que la única “salvación” yace en abandonar la religión del crecimiento infinito en un mundo finito y redefinir nuestras prioridades. Como dijo David Attenborough en su documental A Life on our Planet, “en este mundo, una especie solo puede prosperar cuando todo lo demás a su alrededor también prospera”. Nuestra salud mental no es ajena a esa regla básica de la vida en la Tierra.
Iain Ferguson, autor del libro Politics of the Mind, asegura que “la única forma en que podemos abordar la crisis de la salud mental es creando una sociedad que se base en satisfacer las necesidades humanas en lugar de acumular ganancias“. A su juicio, el factor que conecta los problemas de salud mental y que incrementa los niveles de angustia es la “presión” que el capitalismo ejerce en las vidas de las personas. Lo que es peor, añade, la solución del sistema es un modelo de tratamiento de la salud mental que localiza la angustia en el individuo y que “sugiere que la culpa está en nuestro cerebro o en nuestras debilidades morales. No es sorprendente que cree un estigma. Hace que las personas que están experimentando angustia mental sientan que de alguna manera han fracasado”.
No solo en escritos de corte anticapitalista se apunta en esa dirección. Dainius Püras, relator especial de Naciones Unidas para el derecho a la salud física y mental, dijo en un informe entregado en abril de 2019 que “la explicación de las desigualdades en la salud mental se extiende mucho más allá de lo biológico e individual a lo social, económico y político. Las vidas de las personas a menudo se ven limitadas por leyes, estructuras de gobierno y poder, y políticas inequitativas que estratifican a la sociedad y afectan profundamente las relaciones humanas y la forma en que las personas actúan a lo largo de sus vidas”.
Para afrontar la crisis de la salud mental se requiere “un enfoque en las relaciones y la conexión social, lo que exige intervenciones estructurales en la sociedad y fuera del sector de la salud”, afirma Püras, que también es crítico de la tendencia a situar las enfermedades mentales en el individuo y no en la sociedad como tal, lo que hace que el problema siga siendo endémico y que el secreto público de que todos tenemos ansiedad siga siendo ocultado, beneficiando así al mismo sistema que provoca el problema en primer lugar. “Esa tendencia da como resultado intervenciones que se centran en factores conductuales individuales e inmediatos, en lugar de abordar adecuadamente las condiciones estructurales, que son las causas fundamentales”, manifestó el relator.
En su ensayo sobre la soledad The Lonely City, Olivia Laing lamenta que en el mundo moderno haya un proceso de gentrificación de las emociones que tiene un efecto “homogeneizador, blanqueador y amortiguador”. “En medio del brillo del capitalismo tardío, nos alimenta la noción de que todos los sentimientos difíciles —la depresión, la ansiedad, la soledad, la rabia— son simplemente una consecuencia de una química inestable, un problema que debe solucionarse, más que una respuesta a la injusticia estructural”, escribe la autora al final del libro, que encuentra cierta calma en la realización de que “muchas de las cosas que parecen afligirnos como individuos son, de hecho, el resultado de fuerzas más grandes de estigma y exclusión, que pueden y deben ser resistidas”.
En noviembre de 2020, en una editorial sobre salud mental, la revista científica The Lancet cifró en casi 1.000 millones las personas que sufren algún tipo de trastorno mental, lo que tiene un costo muy elevado para la economía mundial. En 2017, la OMS advirtió de que menos del 2% de los presupuestos de los gobiernos afiliados a la organización estaban destinados a atender las enfermedades mentales. Para los científicos, la pandemia de Covid-19 y sus efectos en la salud mental —tanto de enfermos como de la población en general— pone de manifiesto que este tipo de enfermedades debe estar en la parte más alta de la lista de prioridades de salud pública.
Pero eso no pasará si el problema se sigue enfocando a nivel individual y no colectivo, ni se resolverá ninguna afección de la mano de políticos que recetan terapia y pastillas a cada paciente de ansiedad o depresión por separado, sin afrontar la cuestión de forma integral, entendiendo que todo afecta todo y que nuestra angustia no surge orgánicamente sin una serie de condiciones diseñadas para beneficiar a una minoría —los acumuladores de capital— en detrimento de la calidad de vida de la mayoría.