Por Carlos Zayas
A finales de los años sesenta ya estábamos en el agua del mar. Esquiábamos en el estero jalados por una lancha rápida a 60 kms por hora. Fue ahí donde nos enteramos que se podía surfear en la Boca de Barranca. Nos encantamos todavía más al saber que era un deporte apegado a la naturaleza, con el que no se generaba contaminación.
Recuerdo que la primera vez que nos relacionamos con el surf fue en 1970. Fui en una microbús Volkswagen con nuestro amigo Carlos Alfaro Del cruce de la carretera que va al puerto, hasta Boca que desembocaba en el mar se requería un viaje de media hora o más; el terreno estaba en muy mal estado, como dificultando el acceso de cualquier vehículo.
Llegamos a una casa de madera deteriorada en medio de un charral. Ahí estaban Frank Mora, Macho Estrada y Pancho Oreamuno. En ese momento venían llegando de surfear. Entonces nos fuimos solos. En el agua había seis gringos.
Entramos al agua y nos acercamos a ellos. De repente llegó el primer set grande. No me imaginaba el tamaño de esas olas. Yo iba con una tabla hechiza, sin linch, sino más bien amarrada con un mecate de cortina. Los gringos hicieron una gran cara de asombro, que sostuvieron hasta que nos vieron saliendo súbitamente. Lo que siguió fue un rato de conversación, donde ellos nos compartieron teoría sobre el surf.
Aprender a surfear era más difícil en aquellas épocas. Ahora hay mucha información, las carreteras para llegar a la playa son mejores y además, la gente puede practicar en patinetas.
Sin embargo, en nuestro caso, así fue como empezamos a familiarizarnos con el lugar. Cruzábamos nadando en las tablas a Playas de Doña Ana, donde habían olas favorables que nos permitían aprender con menos corriente. Después, seguíamos con las olas de la Boca. El siguiente paso fue Tamarindo.
Así fue por muchos años y hasta esta fecha en que inició ese amor por el mar y por ese efecto mágico escondido en las olas. También la tranquilidad que se obtiene de la relación con la naturaleza.
Agradecido con Dios. Fue una bendición.