Por Veronica Jiménez
@furiapatana
Mi ansiedad es casi siempre controlable. La conozco y sé de dónde viene: la pérdida de control y sentirme vulnerable.
Voy a empezar a escribir este texto ahora que estoy sintiendo ansiedad. Me tiemblan las manos, tengo el corazón acelerado y siento un nudo en el estómago. Mi cuerpo se siente alerta, a la defensiva, yendo hacia posición de combate; como si algo enorme estuviera a punto de pasar, como si la vida entera me fuera a cambiar, como si este segundo en el que estripo estas teclas fuera capaz de crear un cataclismo del que no me voy a recuperar.
A veces no tengo la menor idea de por qué me sucede (hay que excavar duro para llegarle). A veces la tengo clarísima, como hoy, que llevo 40 minutos viendo la pared pensando en un mensaje que no debí haber enviado. O sea, que sí lo debí haber enviado pero no así. Me refiero, no lo debí haber enviado pero ya que lo envié, no estuvo tan mal que lo enviara así. O sea, tal vez mejor no mando más mensajes del todo. O sí, pero no así.
Le he dado vueltas por dos semanas a este texto. He pensado en enfoques de autoayuda (¡buscá ayuda!), enfoques científicos (de acuerdo con tal y tal), enfoques graciosos (¿te acordás la vez que yo…? jajajaja), enfoques históricos (todo empezó cuando).
O…mejor vamos a hacer un juego. Libre asociación. Se escribe lo que se piensa. Go cerebro go.
Va así. Estaba en el mall comprando un septum. A ustedes qué les importa que yo compre un septum pero estamos jugando bajo mis reglas. Ok. Estaba en el mall comprando un septum. Salí y fui a pagar el parqueo, que ahora se paga en estas maquinitas donde uno escanea la tarjetita y echa las monedas y ¡modernidad! Las odio y las detesto con cada fibra de mi alma. Había un señor delante mío, y una señora atrás. El minuto que duró el señor pagando, mi cerebro recitó lo siguiente:
Puta, qué cagada si esta máquina no nos lee la tarjeta. Bueno no, mentira, aquí ando unas moneditas. A ver, cien, doscientos, trescientos. ¡Una moneda de quinientos! Pucha, pero ¿si la máquina no acepta monedas de quinientos? Ok, pagamos con la tarjeta. Pero si no nos lee la tarjeta y no acepta monedas de quinientos. Ok, hay que tocar el botoncito de ayuda. Ok pero ese botoncito fijo no funciona entonces tendríamos que ir a buscar un guarda que nos ayude a salir del parqueo. Por allá hay guardas. Pero la señora de atrás necesita pagar para salir. La vamos a atrasar. Seguro ella sí tiene monedas o por lo menos una tarjeta que funciona. ¿De qué lado hay que meter la tarjeta? No me acuerdo. Ya terminó el señor. Ok démosle. Vamos. Puta.
Yo sé que todo esto se puede leer como inseguridad. Pero no lo es. Tampoco es miedo. Yo he bajado a minas bajo tierra, he subido cerros de Los Andes en bicicleta, pasé un proceso judicial, renuncié a un trabajo sin tener dónde irme, vivo sola desde los 19 años, subo fotos en lencería siendo gorda, digo lo que pienso como lo pienso, me expongo ante cientos de personas, hablo en público como si fuera tomar agua. Peores cosas que pagar en una máquina de parqueos he pasado…
Es que mi ansiedad es casi siempre controlable. La conozco y sé de dónde viene: la pérdida de control y sentirme vulnerable. Guácala. Cuando puedo identificarla –y sus raíces– puedo vivir con ella y atravesar casi todas las situaciones.
Ah pero siénteme mientras me hacen un tatuaje por dos horas sin poder usar el brazo (como para hacer scrolling frenético) y mi cerebro empieza: ¿Cuánto tiempo ha pasado? Quiero ver. No mentira, no voy a ver porque la tatuadora va a pensar que no confío en su trabajo. Me va a odiar. ¿Debería hablar? Fijo no, porque cuando yo trabajo no me gusta que me hablen. Pero parezco estúpida callada. Ok voy a hablar. No mentira. ¿Qué le digo? Holi, ¿qué hace? ¿Me tatúa o qué hace? Pero, o sea, qué pedazo de imbécil. Mejor no hablo. Decidido. Pero ella debe pensar que yo soy una estúpida que no habla. Ok, hizo un chiste. Me río. Me reí muy tarde, no me calzó. Se me ocurrió una buena respuesta, no mentira, ya no. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Quiero ver.
Uf.
Les presento a ansiedad social, la variante delta de mi ansiedad. Más rápida y más devastadora. Como la fiesta de Halloween a la que fui donde sí conocía gente pero todxs estaban ocupados porque eran organizadores de la fiesta y yo no tenía con quién estar. Me dio un ataque de pánico, me fui sola para mi casa y le dije a mis amigos que me había dado migraña. Terminé llorando debajo de la ducha por 2 horas.
Un amigo, que dibuja mucho sobre el tema, me decía que vivir con ansiedad es vivir imaginando qué es lo que podría pasar y qué es lo que podría salir mal en un momento determinado. Concuerdo y agrego: es, además, saber con certeza que eso es lo que estás haciendo y no poder detenerlo.
Yo creo que lo disimulo bastante. Casi nadie se entera de estos círculos frenéticos de mi cerebro a menos que yo explícitamente lo comparta. Es tan rápido como sucede que no es notorio. No me atrasa, no me detiene. Convive, supongo. Me agota, siempre. Para muchas personas, es mucho más devastador. Fatal. Incapacitante. Con ataques de pánico constantes y debilitadores.
En los últimos años he tenido algunas victorias. Como poder decirle a mi pareja: hey tengo ansiedad, sin sentirme culpable. Pedir ayuda. Aprender y desaprender-me. Decir que no ante situaciones que sé que pueden disparar momentos de crisis. Tener herramientas y técnicas de contención. Ponerle nombre. Llamarla ansiedad. Dejar de decirle “un miedo”, como le decía desde que tenía 5 años.
Pero también he tenido pérdidas. La más reciente: descubrirme pensando en quién soy sin un cerebro que funciona así. Sin un cuerpo que reacciona así. Tener miedo –profundo, oscuro, devastador– de que sin esto, sin un miedo, sin ansiedad, no soy yo. Asociarla con mi identidad. Unirme en sagrado matrimonio con ella. Temer su partida.
Vero es comunicadora y se dedica a abrumarse a sí misma con muchas ideas, proyectos y pasiones a la vez. En redes la pueden encontrar como @furiapatana desde donde se enoja con algo o alguien…más o menos una vez al mes. Todo sea por un mundo semi-mejor ¿ah?