Por Andrés Zumbado
@anders.um
Una niña entra gritando al vivero. Ma, ¡una fuente! Y Migue ya no está en la fuente.
Es fácil pensar que no sería un dolor completo. Que cuando un hijo muere así de joven, sin personalidad, sin maneras de decir las cosas, la muerte se traduciría más bien como un descuido: luces que dan por terminada una brevísima fiesta; pero no un arrebato. Uno pensaría que, por dicha, no hubo mucho que extrañar. Que, entonces, tendría sentido volver a intentarlo porque, siendo honestos, no se trata exactamente de un reemplazo. Nadie que se vaya a resentir.
Es ahí donde nace Migue.
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El televisor le brilla en la cara como un vehículo que no termina de acercarse. Ninguno de los dos pensó que le fuese a gustar. Migue mira los primeros episodios de Bob Esponja. Su papá guardaba una colección de las primeras temporadas en un estuche manchado y gordo. La comisura del zíper estaba del todo huequeada y el peso de los discos hicieron de la humedad dos grandes círculos enmohecidos. En los compartimentos laminados, reposaban pequeños montones de polvo y comején que con el tiempo fueron rayando los discos.
Bob Esponja decide montar un negocio de burbujas de jabón. Por veinticinco centavos, le explica a Patricio cómo hacerlo:
Todo está en la técnica.
Primero das muchas vueltas, ¡paras!
Luego giras la cabeza tres veces. ¡Uno, dos, tres!
Yyy a nadaaar.
Luego te paras sobre el pie derecho, ¡no lo olvides!
Ahora debes girar sobre ti mismo. Uuuna y oootra vez.
Luego haz esto, y esto, y esto y esto y esto y esto y esto y esto yyy
Bob Esponja infla una pequeña familia de patos que luego estallan. Un cubo, un ciempiés, un barco de vapor que revienta con el sonido de un barco de vapor sonando la bocina. Su papá recuerda el episodio entero y cuánto lo detestó. El tipo nunca le hizo gracia y la técnica se repite muchas veces. Es facilísimo hartarse.
Y ahora con las dos manos, dice Bob Esponja.
Del palito para inflar burbujas nace un elefante enorme. Una jirafa, dice Patricio riéndose. El elefante flota hacia la casa de Calamardo y entra por la ventana, luego estalla como un elefante enfurecido y miles de burbujas salen disparadas. A Migue le encanta y le pide a su papá que lo devuelva. Al rato, su mamá lo alza y se lo lleva a la cocina. No dejés que se acerque tanto, le dice con Migue en los brazos. Y esto y esto y esto, dice Migue en el aire.
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La centrífuga está descalibrada. No tarda mucho en desbalancearse y el tambor empieza a chocar contra las paredes. Hay que detenerla. Sacar y reacomodar la ropa con cierta idea sobre distribución de pesos. Facilitar las revoluciones. Él había empezado a creer que se trataba de técnica. Si lograba girar el tambor de cierta manera, parecía que lograba acoplar la velocidad con la fuerza del cilindro y así alcanzar la inercia suficiente. Que centrifugara. La mayoría de las veces, ella ha estado a su lado viendo la manera en que gira el tambor. En su cara, no hay entendimiento alguno sobre fuerzas centrífugas o distribución de pesos: alguna lógica detrás del intimidante retumbo del cilindro contra las paredes. En su cara, el entendimiento se reduce a cosas por cambiar. Una sencilla operación de suma y resta.
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La línea blanca está al fondo del almacén. Una pared de lavadoras empotradas se alza como un montón de cápsulas de escape: cilindros y láminas metálicas brillan con el plástico protector aún adherido. El reflejo de Migue sobre los hombros de su padre se achica y se alarga entre las máquinas que nadie alcanza. Ella camina con emoción. Y la verdad es que él también. El pasillo es atravesado por los bombazos de lavadoras vacías que se abren y se cierran; el rumor de vendedores repitiendo datos técnicos sobre las capacidades de cada máquina. Capacidad de peso, capacidad de desagüe. Módulos específicamente diseñados para diversos tipos de lavado.
Migue le da una patadita en el pecho a su padre. Se quiere bajar. Ya en el suelo, con los ruedos del pantalón tapándole la solapa de las tenis y el resto de máquinas doblándole la altura, parece un muñequito de lego. Fuera de casa, es un niño tranquilo. La expresión se le neutraliza y nunca camina a grandes velocidades. Cuando un tipo se acerca a atenderlos, saluda primero a Migue y este sujeta el pantalón de su padre. El pantalón se condensa y la rodilla se agudiza contra la tela. Migue no se ve ni asustado ni nada. En todo caso, es un niño tomando precauciones.
Ya han intentado hablar sobre la timidez de Migue. Alguna vez le contó que él también era así de pequeño. Cuando visitaba el trabajo de sus padres, se iba directo a la oficina de su madre y se sentaba detrás del escritorio. Su madre le preguntaba si había saludado al resto del equipo y él solo atinaba a verla con la cara deshecha en miedo. Entonces lo regañaba diciéndole que parecía un indio y lo llevaba de escritorio en escritorio diciendo buenos días. Supuso que, como a él, la timidez iría desapareciendo.
— Va a entender que necesita relacionarse.
— ¿Y si no cree necesitarlo?
— Pues lo felicitamos.
Ella le hizo mala cara y él se rió muy rápido.
— Es broma — le dijo — , va a hablar.
El vendedor les pregunta por el oficio del hogar. Cuántos paños lavan al día, de qué tamaño son las camas, cuánto tiempo le toma a un edredón ser un edredón sucio. Algunas familias no se dan cuenta, les dice, pero ciertos hábitos de limpieza y lavado se acercan más de lo que creerían a ritmos pesados. Llegan pidiendo una lavadora sencilla y los hábitos terminan pasándole por encima. Los contrapesos se descalibran, los empaques se desgastan, el agua se fuga.
Migue ve al sujeto pero intenta no fijarle la mirada. Migue se inquieta y la conversación se desequilibra. El tipo termina mostrándoles un par de lavadoras bastante similares a la que ya tienen. Ambos se acercan decepcionados.
— ¿Y esas de allá? — le pregunta ella señalando las cápsulas de escape.
— Si quieren puedo mostrárselas — les dice el tipo intentando no arrugar la cara — , pero por lo que me han dicho, no parece que laven mucho. Podría ofrecerles algo muy extravagante, pero a veces es mejor no apuntar a máquinas tan maravillosas, quedarse en lo básico.
Ninguno de los dos sabe qué pensar. Lo básico ya se había dañado y al parecer tampoco era necesario remontarse a la tecnología contemporánea. No terminan de ubicar su talla.
Migue no le quita la mirada al vivero del almacén. En el centro, una fuente con imitación de piedra y varios chorros laterales se traga su atención. Él le menciona al tipo que la centrífuga pasada se fue desprendiendo y dejó de centrifugar. Choca contra las paredes, le dice, rebota en una y pega en la otra. Le menciona también que varias veces la montó, la escuché entrar, pero la pieza que sostiene al tambor terminó quebrándose. El tipo le explicó que si el tambor estaba montado la pieza no tenía por qué ceder a ningún tipo de esfuerzo.
— Tal vez no la estabas montando — le dice ella — , tal vez solo era un acomodo.
— Claro que la montaba. Vos viste. Te dedicaste a mirar.
El tipo se queda callado. Y la verdad es que los tres se quedan callados. Migue da pasos pero no avanza. En la entrada del almacén, anuncian con un micrófono las ofertas del fin de semana.
— Mirá vos cuál sirve, voy con Migue al vivero.
La fuente es bastante ruidosa. Está rodeada de macetas, herramientas de jardinería, varios sacos de semillas y un letrero que pide no tirar monedas. El vivero entero suena a agua y huele a tierra fija. Por un momento, deja que Migue se acerque. Mete varios dedos en el agua y sacude la mano en el aire.
El vivero está dividido en plantas para exterior e interior. Varias han crecido lo suficiente para invadir los pasillos o hacer sombra. Entre las hileras, se extienden mesas largas con muchos tipos de cactus. Tantea las espinas, alza las macetitas y las vuelve a colocar. Nunca entendió el ritmo con que se cuidan las plantas. De pequeña, su familia vivió resentida con el patio. Un desnivel hacía que el agua se empozara hacia el centro. Conserva la imagen de acercarse con las mejores intenciones al fin del verano. La lluvia empezaba a caer y todos cruzaban los dedos por que las cosas crecieran. Luego la imagen de irse acostumbrando al desbalance del patio. Al florecimiento de los márgenes y al agua empozada con que el centro se fue pudriendo.
Una niña entra gritando al vivero. Ma, ¡una fuente! Y Migue ya no está en la fuente. La niña corre alrededor y la mamá intenta agarrarla pero no sabe, no se decide, de qué lado toparla. Parece como si intentara jugar con la niña y Migue ya no está. Migue no está con las plantas para exterior. Migue no está con las plantas para interior. Migue no está con los cactus ni está en la fuente. Empieza a caminar un poco rápido y a llamarlo como si no le importara. Bajito. Recorre de nuevo los pasillos. A veces las personas se buscan al mismo tiempo y el punto de encuentro se corre, se aplaza, no se topan.
Y es normal, piensa, la gente no se pierde así no más. Es un almacén. Por qué alguien se querría robar a Migue. No habla. No sirve de mucho. La fuente no deja de sonar y la madre, la otra madre, no ha logrado atrapar a su hija. Por supuesto que aún existe la pedofilia pero la pedofilia quizás no exista en un almacén, piensa. La gente no se pierde en un almacén. Migue no es gente, por supuesto, es un niño. Si yo fuera pedófila, piensa, no robarían chiquitos en un almacén. Piensa en los duendes. Su abuela decía que un duende algún día la iba a perder. Se la iba a robar. Tal vez Migue se camufla. Tal vez Migue tiene el tamaño de un saco de semillas.
Pero Migue aún no aparece. La respiración se le independiza. Mira hacia el departamento de línea blanca y ve a su esposo con el otro tipo caminando hacia las cajas. Ambos parecen hablar sobre otras cosas. Ambos incluso ríen. Qué pesados, piensa. Y Migue no aparece. De Migue no hay rastro, no hay nada en este vivero que compruebe su existencia. Hay fotos, sí, pero en casa. Migue no puede estar en casa. ¿Por qué no se le perdió a él?, así cualquiera gana un divorcio. La mente se le desprende. ¿Cómo se pierde un hijo por segunda vez? Fuera del vivero, hay demasiada gente. Demasiada gente entra y sale de un almacén. Desde cuándo tanta gente viene a este almacén. No era tan popular. Escogimos este almacén porque Migue se pone nervioso entre molotes de gente y al final vinimos a perderlo. En la entrada, siguen anunciando las ofertas del fin de semana. Sillones. Electrodomésticos. Pantallas planas. Quiere salir del vivero pero no se imagina a Migue en otro lugar. Tenía la mirada fija en el vivero. Migue quería el vivero. Da vueltas sobre sí misma. Se le ocurre que Migue juega. Que Migue aprendió a jugar a las escondidas y que todo este tiempo ha estado en su espalda. Migue el travieso pero Migue el desaparecido.
Sale del vivero y entonces sí trota en dirección la línea blanca. El paredón de lavadoras se le hace inmenso. Cómo no se caen. Qué hay del otro lado que mantiene todo en pie. Rodea las cocinas. Rodea las secadoras. Qué gasto tan grande el de una secadora. Qué molesto el cocimiento lento. Molestísimo. La gente empieza a notarla. Recorre de nuevo el departamento de línea blanca y se concentra en la franja de lavadoras. Por supuesto que aparece. Inmóvil. Con las manos detrás de la cintura. La espalda apoyada a una de las cápsulas de escape. No es paciencia lo que hay en su cara. Es solo un niño indiferente. Un muñequito de lego que lleva veinte años esperando en el departamento de línea blanca. A ella, las rodillas se le doblan y por un momento cree que va directo al suelo. Pero las rodillas se recuperan. Corre hacia él con los brazos extendidos y lo alza. Como un hurto. Estoy robándome a mi propio hijo. Lo carga hasta el centro del almacén y ahí se topan todos. El tipo, él, su hijo, ella. Migue le pide a su padre que lo suba a los hombros. Ella está vacía.
—El envío es gratis. Tenemos que acordarnos de sacar la otra temprano.
— No lo olvides, no lo olvides — dice Migue.
— Sí — dice ella — , ok.