Por Adriana Santacruz
Foto por Giancarlo Pucci
Hace 10 años vivo en mi apartamento de soltera, que ahora es mi hogar, pues vivo con mi
esposo y mi bebé. La cocina siempre ha sido un lugar importante. Tengo todo tipo de recuerdos
que han tenido como escenario la cocina. El más importante tal vez, una cicatriz que tengo en la frente, que me acompaña desde los 5 años, cuando como antesala a una celebración navideña decidí tocar la guitarra en un banco alto en la cocina con tal entrega, que salí volando, las cuerdas de la guitarra me quedaron marcadas en la mejilla y me abrí la frente con la esquina de la nevera que en esa época era un arma cortopunzante. Allí mismo en la cocina después del fallido concierto mi mamá me curó, me calmó y comenzaron mis días junto a esa cicatriz y junto a ese recuerdo maravilloso en la cocina. El primero de muchos.
Cuando me mudé a mi apartamento de soltera, la verdad, la vanidad, la moda de las cocinas abiertas, el auge de la arquitectura tipo loft, me lavó el cerebro. Me decidí entonces por una cocina abierta, eso sí con una barra de mármol que hace las veces de mesón y comedor donde nos sentamos hasta 8 personas, completamente cómodas.
Pero desde siempre mi sueño ha sido tener una isla en la cocina. Esto implica tener una cocina enorme, que hace las veces de mar, donde se pierda la isla, que es la sumatoria de muebles, fogones y sillas, donde al final el objetivo es sentarse a cocinar y comer, cómoda y ordenadamente, compartiendo con los que más queremos.
Sí, como en las películas o en las series, cuando están en las cocinas perfectas desayunando y llega una noticia importante, o cuando por fin en una cena romántica la relación hace click y cambia para siempre, o cuando los secretos políticos se relevan junto al snack de medianoche.
A veces tendemos a ver el vaso medio vacío. Antes de empezar esta cuarentena, antes de haber siquiera intuido remotamente cómo iba a cambiar nuestra realidad, tenía planes de mudarme. Y claro, mi cocina soñada estaba ahí. En ese apartamento que iba a buscar, con esa isla grande, en mármol claro, con espacio para guardar todos mis gadgets culinarios sin el menor desorden, con el lavaplatos eléctrico, con un espacio amplio para picar, amasar, con un espacio más pequeño para tener copas a la mano y una mini cava de vino, y con al menos cuatro puestos para sentarse plenamente a solucionar esos problemas tan lejanos a la realidad que estamos viviendo.
Empezó la cuarentena y mi isla se hundió.
Repito, a veces veo menos el vaso medio vacío.
Los primeros días veía mi mesón con resentimiento. Desordenado, sin espacio. Esos primeros días de encierro donde irónicamente uno quiere salir corriendo, yo solo quería ir a mi isla. Sólo quería devolver el tiempo, adelantar un poco la decisión de mudarme, y estar disfrutando la cuarentena (sí, disfrutando) en mi cocina de impecable arquitectura.
Entonces cuando llegaba esa frustración por la que —asumo— muchos pasamos, me iba a mi cocinita actual (que al lado de mi isla imaginaria parece de juguete) a hacer lo que más me gusta: cocinar. Crear sabores que reconforten el cuerpo y el espíritu.
No describo lo lento que ha pasado el tiempo algunos días, porque sé que todos lo hemos experimentado. La lentitud, como explica mi héroe de adolescencia Milán Kundera es el escenario ideal donde los recuerdos forman sus raíces; donde los alimentamos para que crezcan. Y no tengo hojas suficientes para contarles los nuevos recuerdos que tengo ahora en mi cocina que sentí iba a naufragar.
Desde nuevas palabras o sonidos que aprendió a decir mi hija, pasando por largas carcajadas, copas de vino que había olvidado que tenía y hasta nuestra versión virtual y familiar de Master Chef como una alternativa a la dura tarea de cocinar en casa tres veces al día.
El sueño de vivir en una isla está sujeto a encontrar en ella lo que necesitamos.
Una de las grandes lecciones de esta pandemia es que increíblemente, necesitamos menos.
Mucho. Menos.
A veces veo también el vaso medio lleno. Casi lleno.
Porque en mi cocinita de juguete, ya juego a la isla.