Primero, me llega por WhatsApp; es un audio de esos que comienzan con compañeros, para que sepan… Luego, una fuente más confiable me reenvía un mensaje de remitente desconocido y acepto que es el momento. Salgo del apartamento y voy al súpermercado, que ahora se siente como un hospital: intenta ser estéril, hay tensión y hay distancia. Saludo, pero no reconozco a nadie. Los conocía pero ahora son completos extraños. ¿Este era tan calvo? ¿Esta tenía el pelo tan largo? ¿Este quién es? Miradas y telas. Nada más.
Levanto la mirada para ubicarme: el pasillo de cereales, galletas y leche; el de artículos de limpieza; el de vinos y alcoholes. Pero ninguno dice: artículos para pandemia. Mi cara está desnuda, me siento criminal, me siento perseguido. Todos me ven y quiero explicarles que a eso mismo vine, para comprarlas. Pero me da miedo hablar, respirar. No debería ser así.
Me saluda una señora, con un tono casual y relajado, lo que me dice que nos conocemos. Trato de descifrar su identidad a partir de esos ojos rodeados de arrugas y ese pelo de un plateado intenso, pero no logro captar quién es. Creo que sonríe, por la expresión de sus ojos, y ahí entiendo que es que quiere que me mueva para darle campo. Algo me dice y su voz se apaga con la máscara. Una máscara que, a propósito, es roja. Advierte. Emite alerta. Me recuerda que quiebro las reglas, entonces prosigo a navegar los pasillos en búsqueda de las máscaras.
Me adentro en un pasillo en donde hay tres personas, lo suficiente para considerarse atestado. Entonces me voy a buscar otra cosa, no quiero que digan “ah, hasta ahora las compra”. El “te lo dije” hace más daño que cualquier enfermedad.
Luego de pasar por la zona de descuentos, donde lleno mi suministro de golosinas para la ansiedad, reviso de nuevo y, al confirmar que el pasillo está vacío, me adentro. Ahí están, junto al Lysol, debajo de las caretas, y encima del alcohol puro. Entonces sí tienen pasillo de la pandemia, pero no lo señalan para no asustar.
Detesto las máscaras pero recuerdo que mi abuelo detestaba el cinturón de seguridad. Igual se lo ponía, y todo salió bien. Habrá cambios; tal vez tendremos que encontrar otra manera de contarnos chismes. Al menos, ya nadie sabrá si tenemos un pedazo de lechuga pegado entre los dientes luego de almorzar. Los de anteojos lidiaremos con una capa casi permanente de vapor pero, al menos, nadie notará si uno va hablando solo. Como hago en estos momentos.
Tienen colores. Ahorita tendrán diseños y chistes. Alguien diseñará una con barba, o con una sonrisa sin dientes. Luego serán políticas, a poco y se convierten en banderas de partidos. Tomo la que siento me corresponde. Me voy a pagar y busco ponerme exactamente sobre la marca que hay en el suelo. Adelante está la señora, con su máscara roja, y se ve lejos. 1.8 metros no eran nada. Ahora son lo mínimo.
Ella se concentra en desinfectar el lapicero antes de usarlo; ya me acuerdo quién es. ¡Por supuesto! Es mi vecina. Vivimos en el mismo edificio, en el mismo piso. Solíamos charlar en el viaje del ascensor al último piso; pero ahora, sé que tendré que esperar a que venga el otro para irnos cada uno por su cuenta. Me ve y se despide; me preocupo. Si me la vuelvo a encontrar, espero reconocerla. Pero, ¿y si usa una máscara de otro color?
Pongo la mía en la banda que la lleva lentamente a las manos enguantadas de la cajera, quien la toma rápidamente, la pasa por el lector y me indica el precio. No quiere tocarla por mucho tiempo. Su voz se pierde entre la máscara y la barrera de acrílico. “Sin bolsa, sin factura”, le digo. Luego pago y tomo mi máscara. Escogí una verde, que me recuerda de los parques, cuando salía a caminar. Trato de recordarme de la cara de mi vecina sin la máscara. ¿Fue hace tanto tiempo?
Hasta hace poco, Bernardo Montes de Oca se presenta como escritor, periodista e ingeniero. Antes, era al revés. Le gusta que la gente hable claro. Principalmente, porque no escucha bien.