Por Alessandro Solís
@hulessandro
¿Cómo se siente vergüenza —o, peor aún, culpa— por algo que nos gusta, ya sea una persona, un tipo de comida, una obra de arte, una planta o una sensación?
¿Cómo se siente vergüenza —o, peor aún, culpa— por algo que nos gusta, ya sea una persona, un tipo de comida, una obra de arte, una planta o una sensación? La idea de asociar ciertas sensibilidades a una suerte de “infracción” cultural me incomoda sobremanera e incluso, diría, que creo que está de camino a ser superada por parte de las generaciones más jóvenes, mucho más anuentes al reconocimiento de la pluralidad en la esfera social. Es válido querer comprender el porqué algo nos da placer e incluso —si lo estimamos necesario— explicárselo a nuestros pares; contextualizarlo. Pero me parece un despropósito sentir pena porque una canción nos haga sentir felices, tristes, melancólicos, extasiados o nos de ganas de bailar o de simplemente quedarnos estáticos.
Tal vez tengo tantas reticencias al concepto de “guilty pleasure” (placer o gusto culposo) porque, conforme he ido haciéndome más viejo, me ha costado mucho más distinguir lo que me gusta; es más fácil detectar lo que no me gusta, puesto que esa oferta parece ser más abundante. O tal vez hubo, desde mi temprana juventud, episodios que me llevaron a cuestionarme que de los placeres culposos. O tal vez es porque idealizo al extremo la magia que emana de los vínculos. Quizás pienso así por una mezcla de estas y otras razones, pero realmente no creo que existan los “guilty pleasures”, al menos en mi vida. Creo que existen las personas que usan la culpa incluso para desprestigiar hasta la gran subjetividad que representa nuestra interacción con el arte y la cultura popular… y no me identifico como parte de ese grupo.
Forjamos vínculos con nuestras canciones —o discos— favoritas. Como con todo vínculo, nuestra relación con las canciones no es estática ni se establece a través de reglas inflexibles, sino de una serie de circunstancias apreciables primero desde una perspectiva personal y a la postre, —si hay suerte— desde la contingencia social. Además del simple y llano placer de escuchar sonidos que nos gustan, cuando las canciones entran en alta rotación —cuando, por ejemplo, queremos escucharlas varias veces al día y cada vez parecemos disfrutarlas más— empezamos a asociarlas con elementos de nuestra realidad pero también de nuestra imaginación. Esto nos une a esas canciones; de ahí que desde este texto se denomine vínculo a esta interacción.
Un ejemplo de algo que debería hacerme sentir culpable o avergonzado tiene que ver con Pxndx, una banda que mi yo de 31 años asocia a algunas de las letras más misóginas, agresivas y lesivas que se hicieron famosas cuando yo era adolescente. Esto no es poco decir, sabiendo lo que sabemos ahora acerca de esas generaciones de artistas ultra idolatrados que se comportaron como unos bellacos de forma impune durante todas sus carreras. Pero, aunque yo piense eso de Pxndx ahora, lo cierto es que hay una serie de canciones del grupo que, si bien me generan repulsión por su contenido lírico, inmediatamente me retrotraen a cuando tenía 16 años y muchos de los pensamientos que ahora ocupan mi cerebro no existían.
Esas canciones patológicas representaban lo que yo creía que estaba viviendo en ese momento incómodo de la existencia (uno de tantos…). Entonces, si llegasen a sonar mientras estoy presente (suerte que nunca decido escucharlas cuando estoy solo), yo sentiría que hasta mi corporalidad se traslada al año 2006 y que puedo ver a ese niño que solía ser, cantando a todo pulmón en su cuarto, despechado por una idea absurda del amor romántico que nunca se cristalizó. No es que vaya a disfrutar esas canciones si las escuchara hoy, sino que irremediablemente evocarían memorias importantes de personas, lugares y emociones muy concretas, lo que me lleva a pensar en lo hermoso —¿y aterrador?— que es que una serie de sonidos tenga la llave de algún cajón de nuestro cerebro que no se abre nunca, a menos de que se escuche esa música.
El ejemplo de Pxndx es controvertido porque la banda es problemática, pero no es necesariamente el aspecto ideológico lo que nos invita a sentir una culpa que deberíamos rechazar. Muchas veces, cuando hablamos de placeres culposos, simplemente nos referimos a obras o artistas que son menos “cool” o que están catalogados como de mala calidad (¿según quién?) y que, por lo tanto, no es lo que se supone que deberíamos disfrutar nosotros. Hablamos de “guilty pleasures” para justificar que nos gusta algo que apela a personas diferentes a nosotros, muchas veces de forma clasista. Por ejemplo, yo pensaba que a estas alturas de la vida la mayoría de personas que me conocen saben que me da igual escuchar reggaetón o black metal, siempre y cuando me haga sentir algo, pero todavía me encuentro constantemente teniendo que explicar que algunas cosas realmente me gustan; que no son gustos irónicos ni una suerte de rebeldía contra mi entorno.
Hay un sinfín de canciones de muchos géneros que me producen un efecto similar al de Pxndx: activan memorias muy lúcidas alrededor de seres y situaciones que considero preciadas en mi biografía. Y estas evocaciones —que son también una forma de reconocerse a sí mismo en sus antiguas manifestaciones— y los diferentes sentimientos que me generan suponen, también, una especie de vínculo. Quizás no es igual (¿algún vínculo lo es?) al que forjamos con obras de arte que actualmente están emparejadas con nuestra cosmovisión, experiencia, inquietudes y curiosidades, pero siguen siendo vínculos, en todo caso. Y a mí no me da vergüenza, ni mucho menos me hace sentir culpable de nada, que haya un montón de cosas que yo no “debería” disfrutar que han ocupado un lugar importante en mi existencia y que me han hecho comprender y apreciar más a una parte de mi entorno, que fue la razón por la que empezaron a gustarme en primer lugar.
Yo estaba ahí cuando era un niño y vi cómo las fiestas (familiares o sociales) se transformaban de arriba a abajo en un mar de parejas bailando con rapidez y agilidad al compás de la bachata de Aventura, una música que nunca había escuchado y que no sabía que me podía gustar. Aprendí a valorar muchas partes de la cultura que me rodeaba cuando logré disfrutar a partir de lo que percibía de terceros; cuando viéndoles bailar inconscientemente hice el ejercicio de colocarme en sus (conmovidos) zapatos. Y eso ha pasado incontables veces en mi vida, como cuando en la “Serenata” del último año del colegio pusieron Calle 13 y mi amigo “rockero” y yo (desde siempre “darkz”) nos soltamos a bailar, muchos años antes de que ese grupo tuviera el favor de la crítica y de la gente “cool” de turno. O cuando fui por primera vez a un chivo de Sonámbulo Psicotropical y, sin darme cuenta, estaba fluyendo en la corriente del público en lo que se sentía como un “mosh” pero era más como un desordenado y liberador baile comunal, algo que para muchas personas de mi círculo social de entonces era una “vasada”.
Con la excepción de Sonámbulo, que se convirtió en una de mis bandas favoritas del mundo, la música que he mencionado no suena constantemente en mi casa, pero si lo hiciera no habría nada de lo que avergonzarse. Y, si sonaran en una circunstancia en la que yo no controlo la lista de reproducción, inevitablemente empezarían a suceder en mi cerebro y alma conexiones en torno a esas canciones que abren cajones muy específicos de la memoria.
¿Son “guilty pleasures” solo porque no se encuadran en lo que yo “debería” escuchar? Alguien más diría que sí, pero sentir vergüenza por las circunstancias no está entre mis planes. Más placentero es aceptar algunas cosas, intentar entenderlas y, si aún nos dan ganas, disfrutarlas. Ningún vínculo merece la pena del remordimiento.