Columna

El pinto más allá del arroz y los frijoles

Por Larissa Soto
@lari_iral

Me resulta divertido que sintamos posesividad sobre un plato tan sencillo y que dista de ser único. En el mundo existen un sinfín de preparaciones similares que varían apenas en detalles.

Hay quienes dicen que arroz y frijoles no arman un almuerzo completo, pero quizá cambien de opinión si piensan en un gallo pinto. Hay otrxs que no gustan del pinto si no es para desayunar, y hay dos bandos en cuanto a qué se pone primero en el sofrito, si el arroz o los frijoles, si deben ser siempre negros o vale también con rojos.

Varios procesos históricos en Asia, América y África hoy nos regalan hoy el gallo pinto, el casado, el chifrijo, y el rice and beans, por solo mencionar algunas de las formas en las que estos cultivos tienen el protagonismo indiscutido en la alimentación costarricense, los tres tiempos de comida y en toda ocasión.

A nivel nutricional, arroz y frijoles completan entre sí sus aminoácidos esenciales para formar una proteína completa. Además, contienen hierro, vitaminas, fibra dietética, y como parte de una alimentación balanceada y de estilos de vida sanos, pueden reducir los niveles de colesterol en la sangre y el riesgo de enfermedades cardiacas.

¿La clave del éxito del gallo pinto? A mi criterio, en él brillan los principios de condimentación costarricense: es decir, el conjunto específico de especias que le dan el sabor distintivo y característico a buena parte de nuestra cocina: un sofrito de ajo, cebolla, chile dulce, y hierbas como orégano, comino y tomillo (ya sea porque se las pusimos directamente, o a través de la salsa inglesa).

Me resulta divertido que sintamos posesividad sobre un plato tan sencillo y que dista de ser único. En el mundo existen un sinfín de preparaciones similares que varían apenas en detalles, desde el sur de Estados Unidos (Hoppin’ John), a las islas de habla hispana (Moros y cristianos), pasando por antiguos dominios franceses (Pois et riz), a Jamaica (Arroz y guisantes), o hasta en Ghana (Waakye), sólo por mencionar algunos ejemplos.

Hace ya más de una década que la antropóloga Theresa Preston-Werner presentó múltiples líneas de evidencia sobre el origen del gallo pinto, lo que ha pasado relativamente desapercibido para el conocimiento general que tenemos sobre nuestro propio platillo insigne. Ella apoyó la idea de que la esclavitud africana en el Caribe fue el conducto a través del cual el arroz y los frijoles como comida típica finalmente se consolidó en Costa Rica a mediados o finales del siglo XX.

Además, con la finalización de la Carretera Panamericana en la década de 1940, se facilitó el transporte y el Ministerio de Agricultura presionó para modernizar y mecanizar el cultivo del arroz, mientras que se decidió proteger el producto en el marco del Mercado Común Centroamericano. Eso, lamentablemente, ocasionó un desplazamiento paulatino del maíz en la dieta costarricense.

Cualquiera que sea el tiempo de comida,  el gallo pinto no debería separarnos. Al contrario, nos debería conectar. Debería recordarnos que somos nietxs de trabajadorxs de bananeras y de plantaciones de palma. Cuando nos servimos un plato tan similar a otros africanos y caribeños, también hacemos eco de la cuidadosa domesticación del Oryza sativa en Asia, del conocimiento agrícola de América que nos dio al Phaseolus vulgaris, de entregar el sudor a la United Fruit Company, y de ofrecer comida para las visitas no anunciadas en las fiestas patronales de San Sebastián.