Por José David Guevara Muñoz
@ jotade61
@gentedivergentecr
La ortografía del polvo. A veces me descubro observando atentamente las diminutas partículas de tierra seca que el viento arroja sobre el piso de madera de mi estudio. Me esfuerzo tratando de desentrañar los significados de los jeroglíficos que forman tales moléculas. Algo me dice que diversas interpretaciones de la realidad juegan a las escondidas en la ortografía y caligrafía de esos residuos que cesan de comunicar en cuanto los barre la escoba o los recoge un trapo húmedo.
El lunes de la semana pasada me pareció ver en el revoloteo de figuras microscópicas a Oliveira buscando a la Maga por las calles de esa Rayuela llamada París.
Las puntadas de la araña. Tengo la sospecha de que no teje, sino escribe, redacta, enhebra letras y cose palabras dispuestas a ayudarnos en la compleja tarea de tratar de comprender el mundo. Mi juguetona imaginación me susurra que ese arácnido, inquilino del techo de la cochera, es negro debido a que está lleno de tinta Parker o Pelikan para pluma fuente. Supongo que las víctimas que caen en su red editorial no son insectos miopes o distraídos, sino lectores voraces dispuestos a morir con tal de saborear un exquisito párrafo literario.
El martes de la semana pasada me pareció escuchar en el revoloteo agonizante de una mariposa Historias de cronopios y famas.
Las pinceladas de la gotera. El orificio del techo por donde se filtra la lluvia se encuentra ubicado cincuenta y seis centímetros al este del refrigerador; es decir, ochenta y siete centímetros al sur del coffee maker. A ese hoyo le gusta pintar acuarelas en tardes de invierno; el cielo raso de la cocina es el lienzo que llena de trazos. Intuyo que esas manchas quieren decirme algo, alertarme sobre la presencia de algunas piezas del rompecabezas existencial en las que quizá no he reparado.
El miércoles de la semana pasada me pareció que enfocarme en esa pintura hizo posible que le diera La vuelta al día en ochenta mundos.
La dama de la rasurada. La espuma de afeitar, blanca y mentolada, cae sobre el piso del baño y se transforma en una de las reinas del ajedrez. Sus jabonosos desplazamientos sobre casillas de cerámica ponen en jaque mi tradicional forma de contemplar el entorno; una a una se desploman las torres de las certezas y se desbocan los caballos de los dogmas. Los peones de las verdades oficiales caen heridos sobre el tablero de la rutina. La partida acaba cuando la esposa del rey se pierde a través de la rejilla metálica.
El jueves de la semana pasada me pareció disfrutar a Deshoras de ese Divertimento en el que hay que usar Las armas secretas hasta el Final del juego.
La fotografía de la ventana. Me refiero a la claraboya de la pared de mi habitación que da a la calle. Cada mañana me muestra una imagen diferente, un retrato distinto, una estampa en blanco y negro, a veces sepia o una instantánea a colores. Corro la cortina, un flash de sol ilumina el cuarto oscuro de las noticias falsas, las entrevistas complacientes, las crónicas sesgadas y los reportajes manipulados, y después me concentro en la composición del afiche que cada nueva mañana pone ante mis ojos. ¿Qué veo? ¿Qué leo? ¿Qué exploro? ¿Qué descubro? ¿Qué analizo? ¿Qué interpreto?
El viernes de la semana pasada me pareció encontrar Pameos y meopas, ver de reojo a Alguien que anda por ahí y avanzar en mi comprensión de la Prosa del observatorio, esa que estudio cuando paso La noche boca arriba.
El sábado traté de interpretar las señales de humo de la cafetera y el domingo luché por entender la voz de los cubos de hielo en el whisky…
Todo habla sobre el sentido de la vida. Todo dice algo en torno a las crisis y dilemas humanos. Todo sugiere posibles vías para escapar del Minotauro del egoísmo en el laberinto de la indiferencia. Todo transmite señales de vacío e incertidumbre. Todo nos desafía a enfrentar los gigantes de los prejuicios y los molinos del cinismo.
No lo descubrí yo, me lo enseña cada día el escritor franco-argentino Julio Cortázar (1914-1984) por medio de múltiples textos placenteros, sugerentes y provocadores, en los que proclama que la realidad no es un rompecabezas que se arma con las piezas de lo aparente, sino una torre de Babel que se construye con materiales que no se ven.
¿Dónde se consiguen esos insumos invisibles? En experiencias tan cotidianas como reflejos en los espejos, llamadas telefónicas, obsesiones, el jazz, una flor amarilla, fantasmas, un camino de hormigas, ruidos de cañerías, demonios, fotos que salen movidas, frustraciones, los pasos en las huellas, las vías del tren, las pesadillas, la orientación de los gatos, gente que huye…
“Yo tengo la convicción profunda, y cada día que pasa la siento más profundamente, de que estamos embarcados en una vía, en un camino equivocado. Es decir, que la humanidad se equivocó de camino”, manifestó Cortázar.
No es casual que Argos, personaje de la mitología griega que lo veía todo, aparezca en Rayuela, la más famosa de las novelas de ese escritor.
Tenía tres ojos, dicen algunos; cuatro, afirman otros; hay quienes aseguran que eran cien y no faltan aquellos que hablan de 1.000, entre ellos Cortázar (capítulo 93 de ese libro).
Julio es un autor que nos invita a aprender a observar, a mirar más allá de lo que vemos. Una y otra vez me recuerda que la vida es una rayuela en la que saltamos sobre una pierna de casilla en casilla con la esperanza de superar obstáculos y llegar al cielo, aunque sea el pintado sobre la calle o en algún rincón de la acera.
Por eso es el escritor que más admiro.
José David Guevara Muñoz suma 34 años en el ejercicio del periodismo, 13 de ellos en el diario La Nación y 20 en el periódico El Financiero, el cual dirigió entre el 2010 y el 2020. Es autor del libro En busca de Sancho y editor de los sitios web gente-divergente.com y donlibrote.com