Por Diego van der Laat
Crecí escuchando que mi tío era brillante. Pero no se decía mucho más.
- No sé bien por qué el salmón nada contra corriente. Es decir, sí, algo sé, algo acabo de leer sobre el tema, pero no lo sé en detalle y no me importa saberlo. Pero quería empezar así, quería empezar intentando escribir esta imagen: la de un pez que nada en la dirección contraria que lleva el agua, sin saber exactamente por qué lo hace. La imagen de un pez que pareciera haber nacido para eso, para nadar contracorriente: desde el mar, de regreso a la montaña.
- Tengo varios días dándole vueltas a este texto sin saber exactamente cómo escribirlo. Lo he hecho varias veces y lo he borrado esa misma cantidad. La invitación a escribir sobre alguien a quien admiro parecía perfecta hace unas semanas, porque hace mucho tiempo quiero escribir sobre mi tío, el hermano mayor de mi papá. Bueno, no solo el hermano mayor de mi papá sino el mayor de los catorce hermanos que ramifican violentamente el árbol genealógico de mi lado paterno. Sé que la extensión aquí es corta, y sé que el tema merece más calma y más tiempo, pero eso: no quería dejar pasar la oportunidad de al menos acercarme al tema, de sentir esa sensación en la que, por alguna razón, nos parece que nos acercamos a alguien cuando escribimos sobre esa persona. Esto es eso: una forma de acercarme a él.
- En mi infancia no recuerdo visitar tan seguido la casa de mi abuela paterna, es decir, sé que íbamos y tengo recuerdos y eso, pero no era tan frecuente como con la familia de mi lado materno (la cual visitábamos casi a diario). A este tío, que sin duda retrataré de una manera apenas aproximada e inexacta, yo lo veía solamente en su casa, que era la casa de mi abuela, es decir, nunca iba a las fiestas, ni a los rezos. Cuando no tenía escapatoria, porque la fiesta o el rezo eran en su casa, él se mantenía al margen, fumando un cigarrillo tras otro, asocial, caminando de lado a lado en la cochera, con un aire casi felino: hundido en su pensamiento.
- Crecí escuchando que mi tío era brillante. Pero no se decía mucho más. Que cursaba varias carreras, que padecía de una enfermedad mental que se había agudizado, o bien, que se había terminado de manifestar cuando su papá (mi abuelo) había muerto, dejando a una familia de catorce y al menor de sus hijos con apenas tres meses de nacido. Yo sabía que era el hijo mayor de mi abuela. Sabía que no se había casado y que vivía con ella. Sabía que no trabajaba. Sabía que jugaba ajedrez. Eso es lo que hacía: caminar, fumar y jugar ajedrez. Caminar, fumar, ajedrez. Era constante en lo primero, insistente en lo segundo, Maestro Internacional en lo tercero. No cuidaba mucho su aspecto, no parecía importarle. Si se rasuraba parecía que lo había hecho a oscuras o sin espejo, que es lo mismo. Siempre usaba un saco y eso me encantaba. Entre los 20 y los 35 años procuré vestirme como él, con un saco. Tampoco parecía importarle ser atento o amable o cariñoso, cosas que luego entendí era capaz de hacer y de una forma muy especial: solo que no siempre le daba la gana hacerlo.
- Un tiempo después y tal vez por un lapso de dos años (llenos de intermitencias adolescentes) fui las tardes de los viernes a su casa a jugar ajedrez. Esa es una época que, a través del humo, veo con mucha nostalgia, nostalgia rara, nostalgia buena. Recuerdo aguaceros. Recuerdo la música clásica de Radio Universidad saliendo de un parlante mal sintonizado y viejo. Recuerdo los sánguches de pan cuadrado y queso crema que me hacía mi abuela. Recuerdo cerveza y humo, mucho humo. Recuerdo verlo exhalando el tabaco sobre el tablero, el humo serpenteando lentamente entre las piezas, soplándolo en mi cara. Recuerdo pensar que eso era parte de su juego, parte de sus artimañas para intimidar al adversario, pero ahora que lo pienso creo que no se daba ni cuenta. En fin, eso: mucho, mucho humo.
- Él no hablaba con mucha gente. Tal vez por eso estar ahí escuchándolo hablar y viéndolo rebuscar mentalmente en esa inmensa biblioteca asociativa que era su cerebro, para mí era un lujo. Además, sentía que había alguna conexión conmigo que tal vez no tenía con ninguno de los 3733927278 sobrinos descendientes de los 14 miembros originales. Digo, a mí me determinaba, a mí me hablaba. Tenía anécdotas graciosas en las que sobre todo parecía burlarse de él mismo, sin tomarse demasiado en serio. Eso era muy particular, él decía un chiste y luego se reía bajito de su propio chiste. Pero de esas visitas a su casa, de ese tiempo, sobre todo, recuerdo su mirada, no puedo describirla, estaría lejísimos de lograr hacerlo, pero esto: era amable y cariñosa y sobre todo muy profunda, como si te atravesara de lado a lado: una mirada delirante y muy suave y amable a la vez.
7. Él encarnaba de alguna manera el estereotipo del ajedrecista maldito, del genio truncado y lo hacía muy bien, digo, ese papel. Supongo que internamente lo que intentaba era controlar la montaña rusa de la bipolaridad. Él era el tío que me intimidaba enormemente de niño. El tío que me aplastaba apabullantemente en ajedrez de adolescente. En los estándares clásicos de “normalidad” de la educación que recibí de mis papás, mi tío no era exactamente un ejemplo a seguir. De hecho, en mi casa el ajedrez estaba satanizado, como si fuera el culpable de su desbalance, de su condición. Ser inteligente (así de inteligente) era peligroso.
8. Luego salí del colegio, entré a la universidad, me fui a vivir afuera. Luego regresé, pero nunca a esa casa con la regularidad con que lo hice en esos años de colegio. En el 2005 regresé de Londres (donde estudiaba) para las vacaciones y lo llamé y me contó de un torneo internacional abierto que se iba a jugar en Alajuela. Y eso: nos inscribimos juntos y lo jugamos.
9.Y lo perdimos. Todo.
10. Ir a Alajuela en la mañana era una cosa, regresar derrotados a Curridabat por las tardes era otra. A diferencia de la ida, de vuelta manejábamos todo el camino en silencio. A mí no me afectaba perder (digo un poco sí) pero es que en realidad yo nunca había esperado ganar nada en primer lugar. De hecho, terminé jugando contra niños y niñas de 8 años ¡No exagero, usaban gorra esos mocosos! Perdí contra todos y cada uno de ellos sin ni siquiera llegar a verlos a los ojos, porque usaban gorras: ¡artimañas para intimidar al adversario!
- Pero a él sí le afectaba.
- En todo caso, a lo que quería llegar era a esto: a la admiración. Al hecho de que yo crecí escuchando siempre el lado negativo, el de sus quebrantos de salud, el de su auto abandono, de su estilo de vida errático, pero extrañamente rutinario a la vez. Era un poco el anti-ejemplo y tal vez eso era justamente lo que me llamaba tanto la atención de él: era el salmón de los 14.
- En todo caso vamos un toque ahí, a Alajuela en el 2005. Estamos entre un juego y otro, sentados en la gradería de un gimnasio escolar. Gente se le acerca. Le dicen: Maestro. “Maestro, ¿qué opina?, perdí esta partida” lo hacen mientras recrean la posición de las piezas en un tablero frente a él. “Maestro van der Laat, ojalá nos toque jugar juntos”, “Maestro van der Laat, ¡qué bueno verlo!”. Yo nunca había escuchado a nadie decir esa palabra antes de mi apellido y, se los juro, me sentí tan orgulloso, tan orgulloso de mi tío. Él respondía amablemente mientras los miraba con su mirada eléctrica.
- Esto era, quería acercarme al tema de una de las figuras más icónicas y emblemáticas que tengo en mi familia y se me acabó el espacio. Se llama Jorge y se merece mucho más que este texto. Terminando de escribir esto pienso llamarlo, ojalá ir a su casa para perder otra vez una partida o cuatro. Espero de verdad hacerlo, ahí les cuento. Me despido. Si lo ven entre Plaza del Sol y San Pedro lo van a reconocer, no por su saco, ni por su cigarro. No por la forma encorvada con la que se desplaza. No por su mirada eléctrica, ni su aire de ermitaño, sino porque siempre va caminando en el sentido contrario.