Por Nadia Alvarado
@nadia.libertad
Soy un alma que vive dentro de un cuerpo.
Mi cuerpo pudo haber sido cualquier otro. Es decir, mi experiencia en este cuerpo está escrita junto con las otras personas que me rodean aquí y ahora. Soy producto de la sociedad en la que he crecido, aquí y ahora, con todos los condicionamientos, oportunidades y grados de libertad, con las violencias e intolerancias de esta época, con las historias, cuentos, mensajes que consumo y moldean mi imaginario, los roles que se van definiendo por nuestras relaciones con otras personas.
La paradoja es escuchar al alma, que es valentía, libertad, amor, compasión y todo aquello abstracto que nos nutre; a la vez que estamos presentes en nuestro cuerpo, en el aquí y ahora.
A mí, la idea del alma me tranquiliza ante la ansiedad de la mortalidad; más allá del cielo e infierno, prefiero la idea de la reencarnación (un alma aprendiendo lecciones, una vida como clases o cursos) pues da sentido a la estupidez de la violencia que viví y conozco como sobreviviente, no como metáfora de la vida, sino de la guerra civil de Guatemala y los traumas de esas experiencias.
No me importa la posibilidad de estar equivocada sobre si el alma existe o no, o cómo funciona cuando una muere, quizás todo termine disolviéndose como un castillo de arena cuando las olas llegan y todo se separa, y se reincorpora al océano, mientras mi cerebro se queda sin oxígeno y nada importa nunca más. Es un sistema de creencias personales que me da paz, esperanza y es funcional para mí, como dijo Emily Dickinson “la esperanza es una cosa con plumas que se posa en mi alma”, o como lo han dicho muchos artistas en la boca de sus personajes ficticios “que importa que no fuera real, nosotros lo creímos”.
A la par de la hipótesis del alma, está la realidad del cuerpo. Tu cuerpo cambia día a día, semana a semana. En 10 años, cada célula ósea se ha recambiado y ninguna es la misma de las que tenías una década atrás. En una combinación de suerte y esfuerzo personal y colectivo, una persona puede envejecer dignamente.
El cuerpo recuerda, siente y manifiesta. Si me golpeo y luego aparece un moretón, me duele aunque no recuerde con qué me golpee. El síntoma es la alerta para ponerle atención a lo que no vimos porque estábamos en automático, a lo que normalizamos porque no teníamos otro parámetro, a lo que vivimos en la niñez y ahora como adultos podemos elaborar con otras miradas. El cuerpo expresa lo que duele; los traumas, miedos y vergüenza que no hemos podido cuidar y atender, que no hemos sabido cómo hacerlo.
Entre conversaciones sobre prevalencias de enfermedades crónicas, Sergio me invitó a escribir sobre “el cuerpo”. Hoy quiero compartir algunas reflexiones que me guían para vivir con compasión y humanismo e intentaré que no sea en un estilo de pseudo filosofía o de receta, tome lo que le parezca.
Amor: si una persona se ama, se cuida. Pero no siempre es fácil amarse, menos amar el cuerpo que tenemos, porque hemos interiorizado tantos mensajes y miradas que nos dicen “tu cuerpo está mal”, “deberías ser”, “no seas tan”. Cada persona es suficiente y excelente para vivir, pero como personas que somos, nos especializamos en complicar la existencia y hacer la vida tan difícil, poniendo reglas y sistemas de castas que van desde la segregación racial, los roles de género hasta en debates sobre si la gente joven y cool se peina de lado o en el medio.
No hacer daño: esta máxima de todas las profesiones de la salud implica examinar las propias limitaciones e historias no resueltas para que no reproduzcamos violencias de ninguna clase sobre quienes vienen a nosotros en busca de guía y ayuda. Implica des-aprender y re-aprender: Como nutricionista he pensado mucho sobre el cuerpo desde la nutrigenómica hasta los determinantes sociales de la salud; más allá, como persona, estoy agradecida con los feminismos, la teoría queer, las ciencias sociales que me ayudan a comprender desde el racismo del apartheid hasta el genocidio indígena de mi tierra natal centroamericana.
Todo esto me ha servido para examinar mis sesgos, privilegios y traumas, y luego ver a las personas en su plenitud, no desde mis parámetros autorreferenciales. O sea, lo que me ha servido a mí, no necesariamente le sirve a usted. Mi rol, desde educadora y profesional de la salud es ayudarle a encontrar lo que se ajusta a su vida, lo que le sirve a usted, no imponer “una talla, una dieta” a todo el mundo.
La nutrición debería ser un derecho, no un lujo. Más allá de hablar de qué alimento es mejor o no, hablemos y actuemos sobre inequidades sociales, de seguridad alimentaria y nutricional, de acceso a los servicios de salud y otras condiciones estructurales que nos competen como sociedad.
La salud no es una señal de moralidad, ni una obligación para ser buena persona. Todas las personas tienen un cuerpo normal, sin importar el color de piel, el origen étnico, la cantidad de grasa, la edad o cualquier otra diferencia del “ideal”. Cada día más se hace evidente que hay que ampliar nuestros esquemas y ser más incluyentes para que todas las personas tengan su espacio, en sus términos.
Desmantelar el sistema: el problema con dejar el amor como un trabajo interno de “auto aceptación, autoestima y autoconfianza” es que es tan efímero como una foto con maquillaje perfecto y filtros. El trabajo que necesitamos hacer es derribar las barreras de las injusticias e inequidades, así como las creencias y valores de la vergüenza que nos impiden ser quienes somos. Si una persona no es libre de ocupar su espacio, expresar su voz y su creatividad, como colectivo humano todos perdemos.
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Nadia Alvarado estudió nutrición y comunicación. Es profesora de Nutrición y puede escucharla todos los miércoles a las 10:00 a.m. en el Facebook de Radio 870 UCR.