Por Arturo Pardo
Foto por Ana Hinojosa
Dos semanas atrás escribí un artículo en el que anotaba que, a nivel global, durante la cuarentena el ruido ambiente se redujo en un 50%.
Ese panorama me tenía con una tranquilidad que me hacía olvidar si eran las 7 a.m. o las 7 p.m. El nivel de silencio era el mismo independientemente de la hora. A las 3:00 a.m. un gallo daba señales de vida en el vecindario. A las 4:00 a.m. unos pericos se peleaban gritando en unos árboles cercanos y a las 4:50 a.m. el gallo volvía a cantar. Yo escuchaba todo con felicidad, porque después de seis años viviendo en la misma casa, por primer vez oía un gallo y pericos en la madrugada.
Ya pasaron dos semanas y ahora en las mañana se escucha de nuevo el desfile de vehículos transitando por circunvalación. Volvió el camión del señor que dice en un altavoz: “cualquier lavadora, cualquier horno, cualquier microondas, cualquier equipo de sonido, cualquier licuadora, cualquier aparato eléctrico que no le sirva”. Los pájaros se oyen al fondo pero más lejos que antes. La sensación de aislamiento, de tranquilidad diurna se va disipando a pocos.
En esa transición al “antes”, al bullicio que estábamos acostumbrados, he identificado que hay una gran parte de mí que no quiere recuperar lo habitual.
Creo que han pasado más de 40 días desde que me mentalicé a vivir únicamente estando dentro de la casa. Tan solo la idea me encantó y no quiero desapegarme de ella.
Estoy consciente que mi ilusión de continuar enclaustrado viene desde una posición de privilegio: puedo trabajar tiempo completo en remoto, tengo paz intrafamiliar y la casa es un entorno seguro. Cuento con buen Internet y al menos con dos pijamas.
Aprovechando esas posiblidades pero aún así con un poco de vergüenza sí puedo aceptar que quiero seguir en cuarentena, aunque sea de manera voluntaria.
Esa necesidad personal de extender el enclaustramiento es compartida con algunas otras personas en el mundo en este contexto. No es una patología, sino un fenómeno y se llama “Síndrome de la cabaña”.
Tiene un poco de temor por volver a salir a la calle y contagiarse, pero también por volver al ritmo acelerado -a veces hasta insensible- de la “normalidad”. Personalmente me genera cierto temor la idea de salir y que se me acerquen demasiado las personas con quienes no vivo, y cuyo nivel de rigurosidad de medidas de higiene desconozco. Lo he experimentado en un par de salidas a reuniones en San José. Mientras se acercan a menos de un metro mío, yo me voy haciendo para atrás, cruzando los brazos y tensando la boca.
Recuperar el trajín me trae ansiedad. En estos días, si bien he cargado con la incertidumbre del futuro nublado, también he sabido sacarle mejor provecho a mis días. Me encanta hacer ejercicio por medio de sesiones de Zoom y mantengo el contacto con mis seres cercanos por donde toca: WhatsApp o por videollamadas. Extraño los abrazos de mis papás y extraño también atravesar el parque floreado del barrio o ir al cine y comer nachos mientras tanto.
Sé que “el mundo ahí afuera”, el que conocí hasta finales de marzo pasado trae muchas bondades. Sé que este contexto le ha quitado el trabajo a muchas personas y la paz a muchas otras más. Sé que hay quienes no tienen la posibilidad de trabajar con seguridad desde sus casas o que dependen de la afluencia de transúntes para vender sus productos.
El síndrome de la cabaña es egoísta y, de cierta forma, hasta podría decirse que carece de consideración con los demás. Sin embargo, en medio de todo esto, lo que más valoro de esta cuarentena es la posibilidad de hacer una pausa, la oportunidad de encerrarnos en nosotros mismos, respirar, expandirnos internamente, conocernos mejor. Nos ha tocado aceptar, con todo el dolor que implica, que, para estar bien, tenemos que aprender a cuidar, valorar y rescatar lo que tenemos en nuestra propia indentidad, en nuestra propia isla.
Si llegamos a salir una vez más, atravesar el mar, tocar tierra en continente y cruzarnos en la calle, las tiendas y los bares con el resto de viajeros recientemente aislados, no dejemos atrás las enseñanzas sobre nosotros mismxs y compartámoslas con quienes nos rodeen. Si había algo de la vida anterior que no disfrutábamos, encontremos otra solución para sustituirlas por algo mejor. Si aprendimos a pasarla bien en casa, con un rompecabezas de por medio, sigamos armando rompecabezas.
De todo esto he hecho consciencia que nuestra felicidad y paz puede estar donde nos lo propongamos y sentirla en nuestra cabaña, o en nuestra isla, está bien. El aislamiento quizá, también es un derecho.