Sin Categoría

Un día, decidí pedir ayuda

Por Jasson Muir Clarke

Ese miércoles por la noche, en una discusión familiar, recibí de mi mamá una frase que me quebró, como si una flecha ardiente pegara contra un vidrio.

Vivo con trastorno depresivo persistente, o distimia. La distimia tiene sentido del humor, porque parece que no existe, y aún así jode. Creo ser funcional: me levanto a trabajar, cumplo mis metas, me río a carcajadas. Pero lo usual en mi mente es sentirme gris, con el freno de mano puesto.

Comencé a descubrirlo el 14 de febrero del 2018. En unos meses renunciaría a mi trabajo, me iría del país y comenzaría una maestría de dos años en EE. UU. 

Mi familia no entendía para qué lo hacía. Yo sí, era un plan que llevaba años de esfuerzo: buenas notas en un colegio científico, un posgrado concluido en Costa Rica y actividades extracurriculares de artes y liderazgo juvenil, para asegurar tres becas y poder costear dos años de estudio.

Ese miércoles por la noche, en una discusión familiar, recibí de mi mamá una frase que me quebró, como si una flecha ardiente pegara contra un vidrio: “es que a usted todo siempre se le ha regalado”. 

Minutos después, estaba en el suelo llorando, hiperventilando, temblando, en un ataque de pánico y enojo. Fue un episodio autoscópico en el que veía mi cuerpo pero no lo controlaba. 

El efecto de esa frase en mí no fue gratuito. Emocionalmente arrastraba daños no resueltos: años de matonismo en un colegio cristiano, junto con la inacción de los adultos ante ataques contra mi orientación sexual, mi sobrepeso y mi color de piel. Crecer en un entorno familiar disfuncional, conservador e intolerante, sin acompañamiento emocional para enfrentar mi adolescencia.

Dos paramédicos me calmaron aplicando presión en mis brazos, manos y pecho. Tomaron mis signos vitales. Descartaron, ante las preguntas de mis papás, que hubiese ingerido alguna droga o fármaco. Volví a habitar mi cuerpo, todavía entre los remanentes del caos y la confusión.

Pasé la noche con la mente acelerada, pensando en el poder de esa frase para hacerme caer en un vacío emocional. El jueves siguiente, decidí hacer algo al respecto y pedir ayuda. Horas después, le contaba mi vida a una psicóloga en mi primera sesión de terapia.

Optar por ayuda psicológica no merece el estigma social que se le asigna. En mi caso, mi familia prefería solucionar cualquier asunto emocional con oración, lectura bíblica y, quizá, conversando con un pastor. Veían la acción de ir a terapia como exponer a la familia ante una persona extrañaña, sin contexto, sin poder saber qué dije, y sin poder defenderse.

Sentarme con una psicóloga por una hora suponía mostrar heridas que escondí por años. Ese es el costo de la terapia: hay que hablar del trauma para sanarlo.

Otro costo es que es una decisión continua, porque nadie ni nada te obliga a ir a la próxima sesión. Al año de llegar a EE. UU., me sentía otra vez vacío y sin rumbo, incluso fracasado. Nuevamente, me senté frente a una psicóloga, con quien llegamos al diagnóstico de la distimia.

Durante las primeras sesiones, llegué a entender que no disfruto de la vida como sí veo a otras personas hacerlo. Me cuesta formar vínculos emocionales con los demás. Vivo sintiendo culpa y fracaso. Tengo un monólogo interior, irracional, que coarta mi autoestima, me frena para tomar decisiones, me muestra pesadillas recurrentes y me despierta de golpe en las madrugadas. 

Esos síntomas de la distimia fueron difíciles de distinguir como fuera de lo normal, y aún más de aceptar como señales depresivas. Al conocerme, nadie diría que vivo con una forma de depresión. Aún hoy, a veces me pregunto si estaré exagerando, si solo estoy siendo dramático. La distimia es tan traidora que incluso mina mi seguridad de saber qué me pasa.

Con la terapia cognitiva conductual aprendí a reconocer los pensamientos negativos e irracionales, y quitarles poder. Un año y medio después de volver a Costa Rica, estoy de nuevo en terapia, esta vez psicoanalítica, para entender y ojalá soltar un poco del peso que significan esos traumas en mi día a día.

Pedir ayuda para mi salud mental fue una decisión urgente la primera vez, y hoy entiendo que no me resta valor, ni hay algo malo conmigo. Tengo distimia, pero también soy creativo, disciplinado, puedo amar y estoy aprendiendo a valorarme. Reconocerme vulnerable una vez por semana me da fuerzas para disfrutar un poco más de la vida, permitirme crecer y saborear los momentos de luz.