Por Andrés Méndez García
@whyismendez
Estoy emocionado, estoy temeroso, estoy lleno de energía y optimismo. Aunque tengo la vaga idea de lo que es la decepción y tengo la cautela y la malicia suficiente para sobrevivir, no hay nada que pare mi determinación, nada que ahogue mis aspiraciones.
Cantón Central, San José, 2007.
Bajo la seguridad que me brinda el agarre firme de mi abuelo sobre mi nuca, camino tranquilo por la avenida Central. Escucho el ruido de carros, personas y la trillada música de las tiendas, sonando en parlantes de baja calidad y alto volumen.
Me inunda la variedad de aromas del Mercado Central. Desde el poderoso condimento conocido como “bomba”, el mandado principal de nuestro viaje, hasta el muy codiciado helado de sorbetera, que sería mi premio por acompañar a mi abuelo. Una sobredosis de sensaciones atrapadas en el confuso laberinto del mercado.
Yo no estaba anuente a los peligros y la violencia de la ciudad, ese miedo primordial que es necesario para sobrevivir en el concreto. Sin embargo, yo era libre en mi imaginación, en mi capacidad de soñar. No me importaban los límites del restrictivo agarre de mi abuelo, porque él me dirigía en esas aventuras; aventuras que mis padres codificaban como alcahueteo (o mimar, para los no costarricenses).
Cantón Central, San José, 2016
Casi 10 años después, esta ciudad sigue teniendo una magia especial para mí. Ahora la experimento de una forma distinta; esta ciudad me pertenece de una forma que nunca lo había hecho antes.
Ya han pasado siete años desde que murió mi abuelo, así que ya no cuento con su firme agarre en mi nuca para guiar mi aventura, pero aún cuento con mis pies que recuerdan el camino y con mis ojos que están curiosos por ver nuevas rutas.
Estoy emocionado, estoy temeroso, estoy lleno de energía y optimismo. Y aunque tengo la vaga idea de lo que es la decepción y tengo la cautela y la malicia suficiente para sobrevivir, no hay nada que pare mi determinación, nada que ahogue mis aspiraciones.
Cantón Central, San José, 2022
Ya son más de 15 años desde que caminé por estas calles y avenidas por primera vez, y es extremadamente doloroso admitir que han perdido gran parte de su magia. Más y más la ciudad se transforma en algo que yo no reconozco. Cada esquina está teñida con un aura de pesimismo, decepción, conformidad sociopolítica y orines. Cada cuadra hay un estacionamiento ocupando el lugar que en algún momento albergó un antiguo o pintoresco edificio. Cada dirección que veo me es casi imposible no toparse con un “SYR” que tapa el paisaje y la ilusión que en algún momento tuvieron mis ojos.
Yo sé que esta transformación no es nueva, sino que empezó mucho antes de que yo conociera esta ciudad, antes de que me enamorara de ella. Pero los ojos que tengo sí han cambiado, y los pies que me dirigían se han empezado a cansar. Me he llenado de responsabilidades y mis prioridades han cambiado. He amado, he lastimado y he sido lastimado. He crecido, he madurado y he amado de nuevo. Yo sé que he cambiado y mi libertad se ha adornado de términos y condiciones.
Sin embargo, aún hoy, caminando por el Barrio Chino, o la Avenida Central, todavía siento un cosquilleo desafiante en mi nuca, que me recuerda una vez más por qué me enamoré de este lugar. Es símbolo y recordatorio de mi libertad y de mi sentido de asombro. Es la memoria de una promesa que me hicieron en el 2007, de todo lo bueno que puedo encontrar buscando. Mis sentidos se cansaron y lo van a seguir haciendo con el paso de los años. Ni mis ojos verán tan claramente, ni mis oídos escucharán sino hasta percibir cierta cantidad de decibeles. Me doy cuenta de que las responsabilidades que la independencia trae al llegar la adultez conllevan cansancio, pero no van a negar la magia o ilusión del futuro. Quiero creer que la ciudad se ha hecho más adulta, que ya no le es tan fácil sorprender o maravillarme, pero que su potencial sigue ahí. Al igual que yo, espero que aún se obligue a recordar, cada cierto tiempo, la capacidad que tiene y no ha perdido de amar, lastimar, crecer, y ser libre.