Por Daniela Núñez García
@personanunca
Necesito de forma urgente procesos que nos humanicen. Necesito procesos que me reconozcan como sujeta de derechos, como sujeta política y no sensible ante una realidad que no les toca y tampoco les atraviesa el cuerpo.
Quisiera iniciar con una buena práctica que nos comparte el feminismo comunitario, en específico del que es parte Lorena Cabnal. Es una práctica que tiene que ver con reconocer y apalabrar nuestros lugares de enunciación, los que nos atraviesan, con los que socializamos.
En ese sentido me parece fundamental decir entonces que soy Daniela Núñez García, una mujer trans, soy centroamericana (porque así me obligaron la construcción de los estados nación a anunciarme), soy además trabajadora sexual e hija de un padre ex convicto (la combinación perfecta para poder hablar de punitivismo, en otra será). Soy transfeminista, migrante y racializada.
A diferencia de lo que pareciese que pretenden algunos feminismos contemporáneos, para mí enunciarse no tiene nada que ver con encontrar o determinar las coordenadas exactas de las discriminaciones que me atraviesan. O, al menos, no para elaborar un análisis que tenga como intención mapear los dolores. Tampoco me interesa proponer alguna suerte de escala moral, ética o de ninguna otra índole a las violencias que he podido experimentar por esas condiciones que me atraviesan o las que pueda haber experimentado cualquier otro cuerpo reconociendo estas u otras violencias.
En mi caso, tiene como único cometido acercarse a pensar desde donde habla este cuerpo. Repensar las formas en las que nos hemos acercado o le hemos hecho saber a lxs otrxs que nosotras somos sujetas de violencia. Lo mío tiene que ver con poder empezar a cuestionar lo que ya parece estar dado por sentado, como empezar a pensarnos en otras claves. Dejar los procesos de sensibilización y apostar por procesos de humanización, que no sea protagonista esperar que la guía o la mirada del otro se sensibilice ante mi realidad. Yo no necesito que ningún personal de ninguna organización o institución pública sea sensible conmigo.
Necesito de forma urgente procesos que nos humanicen, necesito procesos que me reconozcan como sujeta de derechos, como sujeta política y no sensible ante una realidad que no les toca y tampoco les atraviesa el cuerpo.
Poder nombrar la violencia contribuye a reconocer en las enunciaciones su calificación como identidad política y no vaciarla de sus sentidos más efervescentes para empapelarlas de narrativas repletas de dolores, desesperanzas e injurias; como si nuestras identidades fueran única y exclusivamente flancos de discriminación.
El reconocimiento de la violencia estructural, por ejemplo, para cuerpos como el nuestro no solo ha significado ponerle nombre, denunciar y exigir cambios. Sino, también ha encontrado las herramientas suficientes para crear espacios, espacios que se han construido desde la diferencia, desde la ausencia.
Nuestro trabajo entonces ha sido todo lo anterior y además hackear el sistema, revertirlo, invertirlo, quebrarlo y en medio de esas fisuras meternos algunas y llevar con nosotras nuestra historia.
Incluso si apelamos a la empatía como uno de los conductos de discusiones políticas, enunciarse empáticamente es un conducto, no un fin en sí mismo. Es decir, no basta con enunciar lo que nos pasa por el cuerpo, hace falta reconocer quién es que hace que esas experiencias nos atraviesen el cuerpo.
Decir lo anterior no es menor, y no es menor por la única y exclusiva razón de que, muchas de nosotras, al menos las mujeres trans/travestis aún estamos aprendiendo nombrar la violencia desde el lenguaje de las instituciones que tanto nos han negado.
Y entonces tampoco será menor reconocer que, muy a pesar de que las formas de quebrar los sistemas han funcionado para algunas cuantas, también será insuficiente crear esos espacios que mencionaba antes si no analizamos en qué condiciones nuestros cuerpos trans sobrellevan la agencia cotidiana de la vida para crear esos espacios.
Y tampoco será menor reconocer que ahí, que en ese punto exacto nunca estuvo el feminismo, estuvieron algunas prácticas éticas de algunas feministas, y la eterna inquietud feminista de algunas de nosotras. Sin embargo, el feminismo acuerpándonos en América Latina, facilitándonos herramientas para expropiar conocimiento, para infiltrarnos en espacios académicos, para aprender a construir herramientas y así tratar de evitar algún tipo de epistemicidio travesti, no. Esas, de nuevo, hemos sido nosotras y la eterna inquietud feminista que algunas de nosotras desde siempre hemos tenido.
Desde la primera vez que se acuñó el término “interseccionalidad” por la teórica especializada en teoría crítica la raza Kimberlé Crenshaw hasta la fecha han sucedido muchísimas cosas. Entre ellas la elaboración de criticas de mujeres como Ochy Curiel, la antropóloga social, activista feminista, teórica del feminismo latinoamericano y del Caribe, antirracista, lesbiana, decolonial y dominicana.
Ochy por ejemplo construye un análisis agudo de los sistemas de poder en los que vivimos. Parafraseando a Ochy:
“Mujer, negra, empobrecida y lesbiana no son diferencias, sino son efectos de la diferenciación, desde la teoría decolonial la diferencia no es una diferencia, es una diferenciación; existió una intención política de diferenciación de los distintos sistemas de opresión, discriminación o dominación. La interseccionalidad lo único que hace es reconocer las diferenciaciones y no destruir los sistemas de opresión. La interseccionalidad señala, diferencia, reconoce que existen tales diferenciaciones pero nunca se pregunta quien fue quien nos hizo diferentes”.
Sin mucho que agregar de lo anterior diría entonces, que de nada sirve ser la feminista más interseccional si en ese compromiso del ser no existe la necesidad intrínseca de desbaratar los sistemas de opresión. Diría también que nuestros relatos como personas trans en nuestro amplio espectro no tendrán un valor político, teórico ni social hasta que sucedan dos cosas:
Uno: Nos enseñen a escribir y paren de escribir por o de nosotras, algunas estamos hasta el hartazgo del extractivismo y la fetichización de nuestras experiencias, que un día les sorprenda un poco de ética y en su paso al misma les quiebre las esferas de poder en las que se duermen las academias.
Y dos: Cuando podamos construir un vehículo político que acompañe nuestras historias, un vehículo político y teórico que, sin duda, ya se ha estado construyendo en otras latitudes, a nosotrxs nos hará falta regionalizar, mucha gente le tiene muchos nombres a ese carrito, yo le llamo TRANSFEMINISMO.
Daniela Núñez García, transfeminista, puta y centroamericana, nica regalada para ser exacta.