Columna

La “nueva” cocina costarricense cumple como… 30 años.

Por Larissa Soto

La “nueva” cocina costarricense cumple como… 30 años

En 2019, el Premio Nacional de Cultura Magón se le otorgó a Isabel Campabadal. La primera chef en entrar a la lista de estos galardones. No faltó quien se quejara, pasando por alto que los humanos somos los únicos animales que picamos en cuadritos, horneamos, hervimos, o mezclamos en baño maría lo que nos vamos a comer. ¿Qué más cultural que eso?

Para sorpresa del “Team la-comida-tica-no-tiene-identidad”, a finales de los años 80 revistas como Bon Appétit le dedicaban páginas y páginas a la cocina de Costa Rica, aquella que venía con la firma de doña Isabel. 

Pero, ¿qué es eso que podría llamarse gastronomía costarricense?, ¿qué le da forma?, ¿es significativamente distinta en el contexto centroamericano?, ¿importa, acaso, que lo sea? A la par de los libros de Juana Ramírez, Isabel Campabadal o Marjorie Ross, en lo personal, dudo mucho si tengo algo novedoso que decir. Creo que soy más bien una de las miles anónimas experimentando en la cocina desde el inicio de la vida. En parte por hambre perpetua, en parte por un interés –ya vocacional– en la dimensión cultural de la alimentación. 

No quiero ser purista. No insinúo superioridad moral en los gallos de flor de itabo. Celebro tener métodos e ingredientes planetarios al alcance de mi cuchara, o por lo menos, de la pantalla de mi celular. Me alegro al descubrir que en la cocina griega se combinan ingredientes que conozco bien, como el tomate y la canela. Siembro kale en mi jardín y horneo vegetales con paprika y aceite de oliva (tratamiento simple, pero un tanto ajeno a las técnicas de mi señora madre).

Eso me lleva a cuestionar cuál es la utilidad de encajonar algo que siempre ha estado en movimiento. Lo aceptable que nos puedan parecer hoy unas canastitas de palmito, una crema de pejibaye o una nieve de maracuyá, fue formulado en algún momento por Campabadal. Ella misma se hizo su espacio gracias a medio siglo de investigar, experimentar y remezclar.

Funcionó porque a los omnívoros nos gusta probar cosas nuevas para asegurarnos diversidad, pero también porque necesitamos familiaridad y seguridad. Resolvimos este dilema biológico creando las cocinas: lo que nuestra cultura nos indica es qué es comestible, cómo prepararlo, con quiénes y cómo se come.

Deberíamos tener especiales anticuerpos para cualquier cosa que se precie de ser “nacional”. Porque sabemos que la yuca y los aguacates fueron domesticados por los indígenas mucho antes de la locura de las fronteras nacionales. O porque no imaginamos la vida sin el plátano, que viajó desde el sudeste asiático y hasta transformó nuestra geografía. Finalmente, porque lo que hoy podemos llamar “propio”, trae todo tipo de sorpresas históricas y raíces diversas.

“Tradicional” es sólo un descriptor que puede, o no, tener algún sentido emocional para nosotrxs. Mientras tanto, en nuestros platos brillan sabores precolombinos, ingredientes africanos, percepciones coloniales y fantasías industriales, todo al mismo tiempo. 

Lo que hoy tenemos por costarricense siempre ha sido una mezcla, y seguirá cambiando. Merece conocerse, entonces, no tanto por lo sagrado del plato final, sino por el valor que tienen en sí mismos los procesos. Justo porque nos sugieren pensar sobre familia, salud, emoción, biodiversidad, política y futuro.

Tengo en mis manos el libro La nueva cocina costarricense, y me percato de que, igual que yo, este año cumple 30 años. Un suspiro de reflexión que no pude evitar. Algunas innovaciones de doña Isabel hoy nos parecen viejonas. Abrazo esa pasta dura. Tal vez, ahí está el mérito final de su trabajo.