Por Marianela Madrigal
@donanela
El súper se cerraba 4 días al año: jueves y viernes santo, 25 de diciembre y 1°. de enero. La normalidad del súper era el ancla de nuestras rutinas y en diciembre se inundaba de un aire festivo y ajetreado.
En mi familia éramos seis. Mi papá, mi mamá, mis dos hermanas, el súper y yo.
A menudo, el súper parecía ser el favorito, o al menos así se sentía desde la perspectiva de la Nela de 10 años.
Nuestros horarios giraban alrededor de los del súper Acapulco, en Alajuelita, y ahí crecí, jugando en las montañas de sacos de granos, en medio de juegos inventados con frijoles, maíz, arroz y tratando de atrapar un gatito que vivía en la bodega.
Jugaba con las botellas de champú de animalitos, ordenaba mil veces las prensitas de colores del bazar. Las recuerdo tan nítidas, celestes, amarillas y rojas. Leía las revistas que se renovaban cada semana. Me devoré cientos de novelas rosas Julia, todas las ediciones quincenales de revistas esotéricas, National Geographics, y todas las láminas educativas. Me aprendí de memoria datos arbitrarios como los trajes típicos de Centroamérica, anfibios de Costa Rica y detalles de los símbolos nacionales.
Jugaba también en la verdulería; me encantaba pelar las vainicas y sacarles los frijoles hasta que me quedaban las manos verdes e impregnadas de olor a tierra y plantas.
La vida en el súper pasaba de 7 de la mañana a las 8 de la noche de lunes a sábado y los domingos de 8 de la mañana a 2 de la tarde. El súper se cerraba 4 días al año: jueves y viernes santo, 25 de diciembre y 1°. de enero.
La normalidad del súper era el ancla de nuestras rutinas y en diciembre se inundaba de un aire festivo y ajetreado. El horario se extendía hasta las 9 de la noche y el 24 y el 31 hasta las 10 y 11 de la noche.
En rotación sonaban cuatro discos de villancicos en español, había un árbol de ciprés en la entrada con luces de colores, se hacían pedidos extra de tortillas (siempre se agotaban para las fechas), y un ir y venir de nuevas caras que compraban en el lugar.
En la noche del 24 a la decoración también se sumaban filas en las tres cajas con viejos clientes en sus mejores galas y nuevos clientes haciendo compras de último minuto. El olor a ciprés era sobrepasado por el olor a chicharrones recién hechos, colonias y perfumes varios y el olor que venía del horno del pan que mi papá usaba para cocinar una pierna de cerdo que adobaba desde una semana antes y empezaba a cocinar desde medio día.
Mis hermanas menores estaban atentas, ayudando en todo lo que se necesitara. “Traele otra botella de rompope, enseñale dónde están las galletas a esta señora, pedile al carnicero un kilo extra para el señor”. Yo en las cajas, poniendo a prueba mi agilidad y rapidez, tratando de agotar la fila lo más rápido posible, pero la fila seguía y el barullo navideño ya no dejaba escuchar los villancicos. A cada cliente le daba un “Feliz Navidad” y una sonrisa tímida adolescente.
Por fin a las 10 de la noche y las filas comenzaban a ceder. A las 10:30 comenzamos el ritual de cierre: Meter los coches al pasillo, cerrar las cajas, contar monedas en torrecitas, apagar los villancicos, dar a cada persona que trabajaba en el súper un pequeño regalo y, finalmente, bajar las cortinas de hierro.
Vivíamos a 10 minutos del súper. Empacamos la pierna de cerdo en la cajuela y con las piernas agotadas (las nuestras) regresábamos a la casa.
Ahora veo hacia atrás y lo que mi versión actual ve es a dos personas agotadas hasta los huesos picando manzanas para una ensalada de papa, preparando la mesa y sirviendo una comida extra especial para una familia de 5. Lo que mi versión de 10 años veía era que, mientras todos estaban en reuniones familiares, nosotros teníamos una comida rica, pero libre de barullo.
Antes de la media noche ya estábamos todas en cama. Los cuerpos de mis papás agotados sucumbían al sueño al primer contacto con la cama, y yo, con los ojos abiertos, escuchaba las bombetas y trataba de encontrar los fuegos artificiales desde mi ventana.
Sabía que nuestras navidades eran diferentes y mi versión adolescente llevaba la cuenta de todas las diferencias. Hoy entiendo que lo esencial nunca nos faltó y que lo que hacía nuestras navidades diferentes nos construyó y convirtió en la familia que somos hoy. El súper ya no está, y nosotros preservamos nuestras pequeñas cenas navideñas.