Por Manuel Sancho
@manunegro
Nos lanzamos a una nueva conversación en el sofá, pero en minutos mis manos rodean su cuello y arrasan su espalda, y su lengua perfora mis pulmones libres de COVID-19.
Preámbulo: sonrisas sobre vinos, ácidos, un libro clave y karaoke
Me acomodo – espalda recta pecho abierto como tanto ha insistido la enérgica y a la vez calmante profe de yoga en los últimos meses (mi segunda etapa en esta práctica de unión y presente) – en un cómodo sofá en la azotea de una fina torre de apartamentos del este josefino. Los vinos ya hacen su efecto y tiendo una mano.
La tiendo por calor en una ventosa noche decembrina; la tiendo para ahuyentar la brisa oscura con la cual me he familiarizado en los últimos meses. Desde hace 4 meses, un empleo nuevo inyecta activísimas vibraciones a un nuevo departamento (realmente es una casa de más de 20 años, pero es nuevo para mí). Acumulé más de medio año sin trabajar y los lobos del libre albedrío aún acampan por las sabanas de mi interior. Bostezan y me rasguñan la vértebra al estirarse. Aúllan. Me hacen hablar y sonreír de más.
Sonrío al grupo de personas desconocidas que algo he llegado a conocer en un trimestre. La de risa ruidosa; la de tristeza en los párpados e ilusión en el verbo; el chico gay con sed de atención; el hombre norteño de hábiles montajes fiesteros de halos de luz; la Morena curiosa con ojos felinos y manos que trazan cuentos en la neblina… Sonrío y hablo.
Todas sonreímos y hablamos. Todas bebemos y vacilamos. Yo me vuelvo sediento ante cada frase que enhebro con los versos amplios de la Morena. Ella abre más sus ojos felinos y su curiosidad. Drogas consumidas y no consumidas hacen su efecto. Las reflexiones de Aldous Huxley al ingerir mescalina nos llevan a reflexionar sobre un nuevo beso.
Nadie menciona que en ese momento el SARS-CoV-2 ya saltó de algún animal. Nadie comenta que el nuevo coronavirus ya genera los primeros rastros (y datos) para un laboratorio en Wuhan, China. Nadie aborda que la infección ya está matando personas. Nadie sospecha que en menos de 3 meses miraríamos perplejos las noticias de todos los medios, mientras la Organización Mundial de la Salud (OMS) tardíamente calificará de pandemia la mayor calamidad en lo que llevamos de joven siglo.
Nadie cuerdo fantasea sobre un San José fantasma, la carencia absoluta de cantinas a las 8 de la noche y la imposibilidad de abrazar a seres amados. Solo resuenan las risas; se estiran los cuerpos sobre el piso para disfrutar los montajes fiesteros de halos de luz de un hombre norteño; se comparten el vino y los quesos; y 3 alegres jóvenes adultas finalizamos un jueves en un karaoke.
Ligue eterno, pérdida inevitable
Ya hay emergencia nacional. Ya Donald Trump dispara a China y la OMS. Ya se acumulan los cadáveres y faltan las bolsas. Ya la economía y los recursos de los de siempre se arrodillan y diluyen. Ya Daniel Salas comienza su ascenso a la canonización no oficial, santidad declarada no por el Papa Francisco sino por el pueblo de memes costarricenses. Ya se dispara la pobreza y el desempleo. Ya se define que perderé una Compa, un ligue más antiguo que mi adultez.
No es una víctima del coronavirus, es el inapelable vaivén de causa-y-efecto de una conversación desgastada que se resistía a soltar y silenciarse. La pandemia únicamente desvanece los ruidos e impone la razonabilidad. El fuego del viaje playero de fin e inicio de año a Santa Teresa recibió un aguacero de salida de la Península de Nicoya. Todo el año previo, la lejanía transoceánica reiteró la necesidad de cierre.
En adolescente ilusión marcamos un simple compromiso: “somos Compas, avise si tiene algo más que un ligue que quiere perseguir, para estar en la misma página”. Las birras fluyen como siempre. Cogemos unas pocas veces más. Me desentiendo con alevosía. No hablamos de lo esencial sin temores. Ella calla por dolor a hablar; yo no pregunto por pereza de las emociones. El frío de mi quietud y mi vocación por desaparecer sin conexión celular terminan de aniquilar el enamoramiento de antaño. Para bien.
Vivir, esperar, morir y renacer con el ritmo de la vida
Sin pensamiento alguno de tal ola que cursaba nuestro diminuto microuniverso para imponer pérdidas mutuas, navego una onda que zarpó pre-pandemia con un leve roce de espalda.
Las miradas filosas comienzan a dejar marcas en la piel. Un mensaje nocturno deja de ser inapropiado y levanta sonrisas y deseo. La excitación se vuelve un beso en la acera y una vorágine indetenible hasta la cama de mi apartamento; vivienda ya readecuada para el teletrabajo obligatorio ante el látigo del coronavirus en las empresas.
Sabiendo pero sin saber del todo, nos entregamos a labios y muslos sudorosos que oprimen nuestro dolor separado. Decidimos vivir en paseos eternos que apenas duran unas cuantas horas en ocasiones perdidas. Escondo en el armario la falsa advertencia de alejar lo indebido. Ella duerme a la severa guardiana de su estoicismo superficial y sus Ojos Verdes se vacían en un orgasmo que sacude el frío de las faldas del Volcán Irazú; atada de manos con mi cabeza entre sus piernas.
Evacuamos nuestras pupilas y nervios ópticos en la piel del otro, de la otra. Mi celular apagado no predice la locura de mi familia, que visita y no encuentra los ladridos habituales que se escuchan en el apartamento. La pandemia no solo restringe movimientos, también dispara escenarios absurdos por temor.
Mama activa números conocidos y pregunta a un Amigo Tarado que cede al escenario absurdo y amplía la reverberación de la pregunta. Mientras mi Compa me pregunta si estoy bien y nunca aparece un doble check, Ojos Verdes y cafés divagan en el desayuno.
En unas horas y días, se marca el desenlace. Una me bloquea en su teléfono. Algo después, otra anuncia un retiro en un largo audio. La precaución y el malestar por mi insuficiencia toman la sabia decisión. Espero y escribo y comento. Un mensaje no tendrá receptora.
Cara a cara nos besamos ampliamente, queriendo incinerarnos. Bebemos un par de cervezas, antes de sentir el escalofrío de aquel roce de espalda disuelto en el chirrido del portón.
Zambullida (no) pandémica
El karaoke y las conversaciones resonaron un eco incontrolable. El respeto a la legalidad chocó con nuestras danzas de lenguas y lenguajes. Y recibimos juntas –conscientes de nuestra humanidad y sobrecogidos por el campante coronavirus– la oscuridad de la “nueva realidad”, que se desgasta ante el abuso del término por periodistas, gente política e irritantes life coaches, que intentan dar sentido a la debacle anunciada hace décadas. La humanidad es un virus.
La voracidad complementa la curiosidad de la Morena de ojos felinos. Tras unos días de mensajes de WhatsApp acelerados, pero sin despegar, acordamos una cerveza en uno de los pocos bares que permanece abierto, antes del cierre total. Salgo y ni siquiera tengo mascarilla, ya requerida para tomar el bus. Pero no para entrar al Mercado Fresco con vulgares sobreprecios. Compro con ansias y debajo de la tela sonrío todo el camino bajo la lluvia y en el bus.
Un saludo discreto (hay que mantener el distanciamiento recomiendan las autoridades) invita los primeros tragos y la actualización de vida. Caminamos por San José en busca de un sitio público para contener nuestras manos. No hay forma. El reloj nos echa del recinto y después de pegarnos bajo una sombrilla pequeña, encontramos el único taxi en varias cuadras.
Llegamos a su casa, mojados e hirviendo. Acomodamos abrigos, lavamos manos y no paramos de vernos. Ella saca unas Modelo de la refrigeradora, yo recorro con mis sentidos detalles de libros, una gata e incienso. Nos lanzamos a una nueva conversación en el sofá, pero en minutos mis manos rodean su cuello y arrasan su espalda, y su lengua perfora mis pulmones libres de COVID-19.
Pedalear al ocaso
Bordé el sabor de tu orgasmo
en mi ropa roída
no cual parche,
sí tejido nuevo originario nativo
fabricado en el seno de un sistema solar sin distanciamiento
allá donde te parieron
hermana de un halcón peregrino.
Ululaste tu fe indecisa
en el bosque humano,
y se asió un rato con
el graznido de mi quejido de sonrisa dientona,
sobre la superficie del mar verde que no vimos
sobre el camino de ramas mojadas que rompí.
Subo en bicicleta a su casa. Recorro libre la ciudad desocupada, sea viernes en la noche o domingo en la tarde. Me reflejo en los ventanales de todo lo prohibido por el Ministerio de Salud y hago paradas en todas las tentaciones aún legales de dulces, licores y quesos finos. La comida se detiene en la estación de desinfección, yo lavo mis manos, y ninguna puede contenerse. Ya vendrá el otro banquete.
Desnudos huimos al verde. Desnudas contemplamos la noche. Desnudas hilvanamos análisis de esta mierda que estamos viviendo. Desnudos nos quitamos pieles. Vestido lloro antiguos lutos que no sabía que quería narrar. Vestida llora la pesadez de una inseguridad que no sabía se colaría. Vestidas nos desnudamos y nos abrazamos.
Fuimos claras, pero aún así llegan sombras.
Llevamos 6 meses de pandemia. Creí que resistía sosegado, pero era una ilusión. Sucumbo a todo. El distanciamiento; el teletrabajo; la rebaja salarial mas no de jornada; el exceso de trabajo; el agradecimiento profundo de encontrar un nuevo empleo; el exceso de trabajo; las cicatrices familiares que insisten en golpear; los efectos de dejar de ir a terapia; y el levantamiento en el alma comunal de una desgracia que no fue sanada y se convierte en un monstruo.
Mi ancho de banda no da para más. Y se pierde la conexión. Ella con firme suavidad construye interrogantes. Yo, con resignación temerosa, explico sin profundizar en mi enredo. Ladridos, maullidos y un beso en la comisura de nuestros labios nos despiden. Llueve.
Sonrío, sonreís, te beso,
me agarrás la carencia de cachetes
y el agua de soles morados
llena nuestros poros
mientras nos desvanecemos,
no indoloros,
sí reescritos.
Océanos
Reaparece un Fuego del pasado que nunca cuajé con franqueza y transparencia. Reaparecemos en medio de la madrugada. Sabemos que en nuestros cuerpos encontraremos la respuesta momentánea y la cura del nuevo coronavirus que tanto buscan las grotescas farmacéuticas. Cedemos a la tormenta conocida.
A la vuelta se asoma el fin del año. Pero no el final de la pandemia. Menos en el Tercer Mundo tropical. Como siempre, busco la edad del cielo en la playa. Yo repleto de dolor y ella asentada por el temor, compartimos besos inmorales, vapores mágicos y postres espaciales. Callamos muchos minutos y recordamos el idioma entre ríos surgidos de nuestros cuerpos.
Lanzo una advertencia egoísta, una imposición de mi ego. Marco líneas laterales y de fondo y del área. El rectángulo estrecha el corazón y el Fuego, estrechez que es ingrediente de la melancolía y la irresponsabilidad.
Ambas recorremos a cuerpos extraños para apagar la nostalgia. Días después, ella escapista de las palabras revienta mi edición de la vida con furia acumulada. Nos recluimos en una cabaña y con disfraces levantamos una tregua. La tregua se torna un mar de entendimiento.
La apertura arraiga y géisers de palabras irrumpen de las nacientes internas. La calma se replica en el genoma del virus y lo expulsa de mis células. Mientras tanto, el mundo humano lame sus llagas, con la esperanza de arrastrarse de vuelta a su sistema insostenible y moribundo. En una nueva torre de apartamentos, bailamos por encima del país desecho.
El primer aniversario de la pandemia está cerca. Pucha, un año ya. Nos subimos al carro del chofer y con mis sentidos alterados con brillos dormito entre los destellos de las luces de la madrugada josefina.