Por Luis Chaves
Ciento cincuenta años después de la tabula rasa planetaria, presenciamos lo que parece un nuevo inicio, el eterno retorno, la evolución cíclica.
Sin otra alternativa, como lo dijo Beckett en un pasado remotísimo y borrado, el sol ilumina lo de siempre. Si bien “lo de siempre”, en tiempos solares, ha tenido sus cambios. Masas de tierra firme que se dividieron en continentes, territorios que desaparecieron bajo el mar, territorios que emergieron de ese mismo cuerpo de agua salada. Geografías y oceanografías que, sin prisa, con otra medida del tiempo, fueron modificándose. Ritmos geológicos, se diría bipolares, que van de la erosión (ese metrónomo de la eternidad, del infinito) a arrebatos telúricos violentos y descomunales que destruyen en minutos lo que se había tardado milenios en construir.
Dos siglos atrás, allá por el 2021, concentrada en su ombligo ya fuera por las proyecciones del pensamiento racional perfeccionado a lo largo de milenios —asombroso y complejo, no se puede negar— o por las arbitrariedades del pensamiento mágico —algunos de una belleza lírica y otros de una vulgaridad galopante—, la raza humana trataba de evitar la temida aniquilación total con la que amenazaba una pandemia inesperada y voraz combinada con efectos del llamado cambio climático generado por los países ricos y apechugado mansamente por los países pobres.
Hubo un paréntesis esperanzador cuando por un lado, en agosto de 2023, se comprobó que la nicotina inhibía y neutralizaba el avance del virus SARS-Cov-2 en los humanos y, después de una avanzada global de fomento del tabaquismo, para el 2025 infantes, adolescentes y adultos fumaban un cigarrillo después de cada comida con la satisfacción de saber que se había vencido al virus.
Al poco tiempo, en el frente del cambio climático se celebró a escala mundial el descubrimiento, nada irónico por cierto, de que los polímeros sintéticos, en mayor aporte los plásticos y en especial el poliestireno expandido, sublimados a velocidades extremas generaban gases amigos (así se les bautizó en la euforia del momento) que prometían detener y, más importante, revertir la debacle climática que nos iba a borrar como especie.
Pero como el paciente con cáncer terminal que se fija a la derecha antes de cruzar la línea del tren, da dos pasos y lo arrolla violentamente la locomotora que venía por la izquierda, las familias completas fumaban su cigarrillo en la sobremesa del desayuno dominical cuando una lluvia de meteoritos que se extendió por tres semanas y desfiguró toda superficie del globo terráqueo, generó maremotos en todos los continentes y, en definitiva, cepilló a la raza humana, buena parte del resto de la fauna y algunas especies de la flora del planeta Tierra.
Por razones obvias no hay datos precisos, pero permitámonos esta aproximación: ya para diciembre de diciembre de 2025 no había seres humanos sobre la faz del planeta. Ni nada de su arquitectura, su ingeniería, ni registro de su pensamiento filosófico ni teórico, ni huellas de sus expresiones artísticas. El planeta estaba ahí todavía, animado por el motor de la rotación y traslación alrededor de una estrella (la del inicio de este texto) suspendida en la vastedad muda, inabarcable y enigmática del Universo.
Pero es septiembre del 2221 (según el calendario de la extinta raza humana) y, contra todo lo que se creía, después del estruendo de un trueno se avista un pequeño grupo de homínidos salir de una cueva en medio del bosque tropical. Estamos en la mitad sur del istmo que sigue uniendo a dos continentes mayores que hasta el 2025 se conoció como América. El grupo de homínidos es descendiente, nos toca especular, de alguna familia que logró sobrevivir a la debacle global de hace siglo y medio. Es poco probable que hayan avanzado más allá de las coordenadas geográficas 8° y 11°15′, de latitud norte, y 82° y 86°, de longitud oeste. Es decir, del territorio conocido entonces como Costa Rica.
Es un grupo pequeño, dos infantes se quedan cerca de la boca de la cueva y dos machos adultos caminan decididos hacia el árbol que recibió el impacto. Se nota que el objetivo es hacerse con la rama desprendida en cuyo extremo baila una lengua de fuego.
Ciento cincuenta años después de la tabula rasa planetaria, presenciamos lo que parece un nuevo inicio, el eterno retorno, la evolución cíclica. El ser humano encuentra el fuego y se convierte en su guardián. En mil años se dirá, fue en Costa Rica donde se dio el segundo inicio.
De pie frente a la rama, Homínido-1 codea a Homínido-2. No han desarrollado lenguaje oral todavía y es esta su manera de indicarle “agarrala vos”. Homínido-2 se lleva la mano derecha a la axila del brazo izquierdo y, previa concavidad para guardar aire, aletea rápidamente con el brazo izquierdo emitiendo un sonido grave (en canto sería barítono) que, no hay lugar para dudas, es una respuesta negativa. Resignado, Homínido-1 se agacha y levanta la rama, ambos se quedan hipnotizados por el baile leve de la llama. Atrás, los infantes celebran con ruidos guturales y desde adentro de la cueva se escucha lo que parece el degüello de alguna ave menor y el tintineo de lo que podría especularse como ollas de aluminio.
Homínido-1 acerca la rama al rostro, Homínido-2 se acerca, están maravillados y sienten la pulsión de algo mayor a ellos desde el centro de sus cuerpos, la intuición de que algo va a comenzar. De pronto, Homínido-2 estornuda y apaga el fuego antes la mirada primero de terror, luego de desconsuelo de Homínido-1. Ven el extremo chamuscado de la rama, luego se ven a los ojos, luego a la rama otra vez y de nuevo a los ojos.
Pero como si la pérdida se fuera a convertir en algo mejor, como si esta tragedia fuera necesaria para algo mayor, desde lo profundo del ser de Homínido-1 sucede una combustión espontánea, una chispa enciende la máquina de algo trascendente y fundamental, como si lo que estuvo dormido en el ADN de estas criaturas por ciento cincuenta años de pronto dejara su estado de latencia y, en este momento preciso, avanzara hacia la superficie, hacia el exterior. Como si esto que está por suceder contuviera las pinturas rupestres de Altamira, el descubrimiento de la matemática, los acueductos romanos, las pirámides aztecas, el calendario maya, los gestos de bondad desinteresada de una especie, la misa si bemol de Johan Sebastian Bach, los endecasílabos de Safo, el descubrimiento de la penicilina, la comida mexicana, la espuma de las olas que roza los pies de alguien que por primera vez se para frente al mar, las canciones de cuna, la capacidad de decir gracias o lo siento de toda una especie.
Homínido-1 siente que algo sube desde adentro y que eso que sube quiere salir por la boca, y sabe que no es algo material. Algo que no es suyo sino que se forjó por milenios en la historia de unos ancestros que no sabe que existieron.
Es cierto que con el estornudo de Homínido-2 se perdió o se retrasó el control del fuego pero se está por ganar el inicio del lenguaje que es el comienzo de la grandeza de la especie, la puerta para el pensamiento complejo, el origen del esplendor y de la expansión de todas las posibilidades de la especie que se había dado por desaparecida. La rama entre ellos, los dos con la mirada fija en el extremo carbonizado, sin fuego y, sin poder formularlo en sus cerebros limitados, siendo apenas el vehículo de algo mayor, convirtiéndose en la esperanza del renacimiento de la Humanidad, Homínido-1 deja salir de su boca eso que le mueve los labios y, con la reverberación, le estimula la lengua, los dientes y las encías de una forma nueva. Sin dejar de ver el extremo chamuscado de la rama y para sorpresa de su colega, dice las primeras palabras que se escuchan en el planeta en casi 150 años: Qué picha, mae.