Sin Categoría

Entender las matemáticas de ligar sin esperar un producto final

Por Camila Molina
@__camilamolina__

Nos acompañamos dos días en fiebre a distancia. Aún no teníamos certezas positivas ni negativas de los tests hechos. En medio de la incertidumbre, nos vimos compartiendo una sintomatología que nos dio la sensación de cierta familiaridad instantánea.

Mi primera cita en pandemia este año fue una cita a ciegas. Sí.  Accedí a *ese* tipo de encuentros porque estaba ya formando hábitos distintos a los de mi *vida pasada* (vida antes de pandemia). Así que elegí hacerle caso al algoritmo circunstancial. Y por algoritmo, entiéndase la asociación libre dentro de una conversación sensible entre un amigo que nos vinculó a mí y a mi cita. Es decir, en medio de una conversación que mi cita tuvo con mi amigo, salí yo. Confié en los criterios de alguien más y no en los de un dispositivo o las miradas convergentes en un tiempo y espacio convenientes (un bar, un café, librería, una expo, la feria, un festival)

Esta dinámica traspasaba o apostaba por traspasar el estatus social, la ideología política y cualquier tipo de humanidad masticada y protocolizada: recaía en lo fortuito. Además, no quería seguir perpetuando la dinámica de medir; conocer a alguien que me conocía o sabía de mí y viceversa. Me ilusionaba la idea de empezar de cero con alguien.

La persona que nos conectaba intercambió ambos contactos 3 días antes de que quedáramos en vernos. Es decir, habló con ambos y, por separado, gestionó nuestro contacto virtual en un total de 3 días, algo así como un cupido-agente amoroso. Un Tinder manual. Curiosamente hasta entonces, nunca fui de numerología, pero terminamos viéndonos justo a las 3:33 p.m.Ese día hubo un claroscuro en los barrios de Moravia que desde el momento en el que su carro se parqueó justo delante mío estuve tal vez 10 minutos sin poder verle la cara. Las luces hicieron que quedara cierta nubosidad visual en mí.

Me acuerdo que él mantenía su distancia debido a mi texto de
“mantengamos la distancia y usemos mascarilla, por favor”. Los primeros instantes en conocernos yo estaba ciega parcialmente y tuve que confiar en su narrativa para caminar. Tal fue el aturdimiento visual que, en cuanto íbamos derribando los obstáculos de proximidad, me iba cautivando más por su olor, el tono de su voz y su cuidado en la prudencia física. En fin, la imagen se iba saturando un poco más hasta dar con la claridad de su cara. 

Todo este episodio comenzó tomando lugar en un parque. Después de recobrar mi vista lentamente, quebrantar mi distancia social y varios googleos pertinentes a “síntomas del covid-pérdida visual”, fuimos al único bar que no me da frío. Porque me suele dar mucho frío, sobre todo en los pies salir con alguien por primera vez.

Él, después de relacionarse sentimentalmente con las opciones del menú, pidió el que se asemejaba al que su abuelo solía hacer comer y a veces hacer. Yo pedí un trago amargo y un aperitivo. A este punto el mesero estaba más enamorado de él que yo. Después de comer en ese bar coincidimos en salir a ver la luz. Era luna llena en Escorpio. Él me lo hizo saber. Justo debajo del árbol solo en medio de la plaza Roosevelt nos leímos las cartas astrales. Ya estábamos sobre la restricción horaria. Habíamos retado nuestras velocidades sobre quién era más rápido que quién alrededor del árbol al que después nos acostamos sudados y jugamos a leer nuestras mentes a través de objetos que llenaban el amplio espacio que nos rodeaba.

Cuando él pensó en el tapabocas yo pensaba en sus labios. Cuando yo pensaba en la Luna él pensaba en la reflexión lumínica del Sol. Cuando él pensaba en rama yo pensaba en raíz. “La luna llena en Escorpio coincide con mi luna en Escorpio, y vos y yo coincidimos con el Sol” me dijo después de que coincidiéramos en silogismos.

Yo sostenía la mirada, me sentía blanda de alma y por alguna razón, la desviaba. Tomando aire, pedí que nos moviéramos a nuestra próxima actividad, la final. “Ya va a ser la 1:00 a.m. y yo tengo que trabajar.” De camino a mi casa tuvimos *esa conversación* donde uno se cuenta qué busca en el amor. Él parecía tener una lista suprahumana de sus expectativas. Yo, en cambio, aprendí a deshacerme de ellas cuando se trata de vincularse. Me despedí y, volteándome a abrir la puerta de mi casa, le besé con bondad su cara diciéndole que esperaba que en 5 años nos fuéramos a encontrar.

Este repaso de mi vida sentimental-pandémica tiene como estructura lógica ser anacrónica.

***

El primer día de la cuarentena mi roommate y yo lo pasamos en Área City; pensábamos que íbamos a ser la excepción. O el apartamento y nosotros.

Empezaron a cerrar lugares y otros abrían erráticamente. Nuestra cosa ese día fue salir, trasnochar y al día siguiente ir por un café. Parecíamos hasta ese entonces ser cómplices de la aventura y el amor.

En cuestión de un mes desde nuestra salida descabellada, hicimos protocolos de limpieza, rotulaciones higiénicas que delimitaban el mundo exterior a nuestra microesfera hogareña.

Teníamos casi todo el día lleno de llamadas familiares y de amistades. Nuestras idas a la feria eran algo así como una misión encapuchada a un banquete tropical masivo en las que, antes de que cualquier cosa fuera introducida a la casa, se manguereaban los elementos y se pasaban a ser organizados en modo de provisiones alineado a nuestro menú Comfort Food-Post Apocalíptico.

Aún no sabíamos cuándo “se podía” volver a salir por comida u otra provisión. Pero le agarramos rápidamente un gusto grande a la condición de cohabitar o eso que el Ministerio declaró como “Nexo Epidemiológico”. Yo volví a terapia y compramos plantas y flores. Todo parecía ir a un ritmo que requería más paciencia y paz. La casa comenzó a  tener un revestimiento distinto, o un resaltamiento de la necesidad de un hogar.

Nuestro recetario se convirtió en un brochure para el afecto, que era un tipo de intimidad ya lista, preparada, asentada y curada cada vez que alguno de los dos volvía del mundo exterior. En eso, se comenzó a hablar de los “casos asintomáticos” y el mundo exterior se redujo aún más. Éramos dos amigxs sin ser amantes, siendo solterxs, cohabitando un apartamento que usualmente lo alquila o una familia o una persona soltera. Tejíamos planes de “que pasaría si algunx de lxs dos se infecta”… Llenábamos nuestros días de recetas de remedios y mejunjes de recetas caseras llenas de intuición.

Sin embargo, a mí me hacía falta el mar y el mundo exterior. Así que al tercer mes de cuarentena decidí irme al Pacífico Norte y darle a nuestra dinámica-de-a-dos un aire. Finalmente, me tuve que quedar 15 días más porque en el supermercado de al lado lo habían cerrado por una infección de covid. Esa misma semana nos habríamos dado cuenta de que existían lxs asintomáticxs. Y que el virus vino a encarnar un tipo de miedo vincular de “puedo dañar al otro” y “puede ser un daño invisible”.

En ese punto creíamos que el contacto directo era equivalente a desarrollar una enfermedad y que esta enfermedad significaba morirse. Al volver a San José, yo seguía siendo la amiga-roommate que romantizaba lo fraternal mientras él ya había conquistado los terrenos de Tinder románticamente. Su Tinder-date se volvió una presencia cálida y enternecedora para la casa, algo que un apartamento de soltero no podría sostener. Algo no con un elemento de más adentro (Yo). Así que hice mi mudanza en medio de que Trump hiciera sus declaraciones pandémicas de medidas negacionistas y lxs asintomáticxs fueran el peligro protagónico. Desde mi nueva casa, tuve la oportunidad de encontrar un nuevo empleo adicional, mantener el mismo que ya tenía y conocer a alguien, esta vez no fraternalmente. Y en medio de encuentros de Zoom.

La novedad, junto con las nuevas formas del amor estaban abriéndose paso en mi vida. Me acuerdo que, después de mis 3 meses y medios de asexualidad, no me importaban todas esas preguntas sobre qué se busca. En primer lugar no estaba en busca de nada porque la pandemia hizo que me enamorara de la búsqueda del cuido.

Pasaban semanas de hablar chateando hasta que finalmente pasó el día en que nos encontramos por primera vez, que dio pie a una súbita segunda que se disolvió en una tercera. Después de esa vez, sospechamos que ambxs estábamos infectadxs con covid. Mi naturaleza desarrollada en cuarentena de cuidos y sopas y toppers y afecto inmediato, hizo que mezclara proteínas, antiinflamatorios, betacarotenos, riboflavinas y micronutrientes para los dos.

Nos acompañamos dos días en fiebre a distancia. Aún no teníamos certezas positivas ni negativas de los tests hechos. En medio de la incertidumbre, nos vimos compartiendo una sintomatología que nos dio la sensación de cierta familiaridad instantánea. Esto dio pie para que viviéramos en la misma casa y asumirnos fácilmente de-a-dos, lo cual nos duró varias semanas hasta que se habló de exclusividad.
Yo, como dije antes, me había quedado en el encantamiento del proceso de cuidar y no del producto del cuido. Tal vez estaba lista para lo que ya era serio pero no definir la seriedad, así que me despedí, me declaré en celibato e hice de mi año nuevo un ritual.

Comencé mi 2021 en medio de trabajos y mi nuevo espacio de hábitat siendo resignificado. Pasaron las semanas y trabajaba, volvía a casa, escuchaba audiolibros sobre mantener la energía vital o habitarse en silencio; dormía y volvía a trabajar. Todo esto hasta que acudí a la llamada del amigo que me citó con mi cita en una Luna en Escorpio. Fui citada y, a partir de esto, comencé a citar. De ahí en adelante han pasado acontecimientos varios.

Aprendí que, pensar los vínculos como algo frágil, es otra forma de entender, sanamente,
Empezar a pensar los vínculos con una fragilidad correspondiente podría ser el principio de otra dinámica para vincularnos. Una más innovadora y, a su vez, más humanista, más básica. Como si tuviéramos tiempo para el amor y, más importante aún, como si el amor fuera algo que se cuida. Como la vida misma.