Por Antonio Chamu
@antonio_chamu
Quería saber más sobre esa figura, por qué otros la miraban y yo no podía. Necesitaba darle luz de una vez por todas a ese misterio que me tenía inquieto.
Poco antes del final de la pandemia que se dio a inicios del nuevo milenio, por allá de los extraños 20 me ocurrió atender un curioso caso que lentamente se volvió retorcido.
Esa época fue difícil para muchos profesionales. Los psicólogos debimos adaptarnos a una nueva normalidad que más parecía un cuadro de El Bosco.
Era difícil acompañar de forma física a los pacientes en su proceso terapéutico debido al virus. El riesgo mutuo de contagio era alto y se crearon reglas que limitaban la interacción presencial.
Sin embargo, la tecnología todo lo puede, y nos reinventamos. Una cámara, un micrófono y los pacientes volvían a sentir cierta paz, pero no a todos les gustaba. Así como fueron pasando los meses de la pandemia, muchos pacientes se fueron; unos porque no podían pagar por no tener trabajo, otros porque la falta de contacto humano les era perversa y unos tantos encontraron el confort en la eternidad.
Yo debí regresar al nido materno, con deudas y mucha vergüenza; esperando, como muchos, que esta época se volviera una anécdota de bar, pero cierta esperanza me mantenía a flote durante el encierro sanitario.
*
El paciente de los lunes, a las 4:30 de la tarde se llamaba Carlos, un hombre corpulento, en su cuarta década de vida y con fuertes ataques de ansiedad. Al igual que a todos, el virus irrumpió llevándose su trabajo, su estabilidad y su visión positiva de las cosas. Ahora él era como una tetera en ebullición alimentada por el fuego de la incertidumbre.
–Le digo, vea las fotos que le acabo de enviar– Me decía Carlos mientras su rostro acaparaba toda la pantalla.
Con tranquilidad abrí el correo electrónico que me había enviado.
–Lo que tenés no es para nada fuera de lo común, esas alucinaciones son producto de la cantidad de ansiedad y estrés que has estado manejando. – Le decía en un tono comprensivo.
Dentro del correo venían tres imágenes, una de ellas era una calle vista desde la altura, la segunda era una fotografía borrosa de un parque y la tercera una sala oscura. Observé las imágenes brevemente; no había nada extraña en ellas, nada importante o impresionante.
–Y bien, ¿qué opina? –, preguntó Carlos.
–Son tres imágenes de diferentes lug….
–¿Acaso no ve al hombre de sombrero negro? – me interrumpió en un tono asustado.
Miré en detalle las fotografías. Nada.
–Estás teniendo mucha ansiedad Carlos, vivimos en un momento extraordinario que ha llevado al borde a muchas personas y no estás solo, esas alucinaciones por estrés se han reportado en muchas personas, no solo en Costa Rica, hay reportes en lugares tan alejados como la India o China.
Carlos miró directamente a la pantalla. El color de su rostro cambió, se notaba que estaba molesto.
–¡Las fotos son la evidencia! – exclamó mientras sostenía la voz.
Una alarma sonó proveniente de mi celular, era la señal de que la consulta había terminado.
–Carlos, la sesión acaba de finalizar – le expliqué a Carlos. –¿Querés que continuemos esta conversación la otra semana? –
–No tengo cómo pagarle. – Su gesto cambió abruptamente, parecía un niño indefenso apenado.
–No te preocupés, eso lo resolvemos luego, lo importante es que podás continuar. ¿Próximo lunes a las 4:30 de la tarde? –
Después de cerrar la sesión, tomé el expediente de Carlos, y escribí “Psicosis reactiva breve”. Imprimí las fotografías y las adjunté al expediente.
No era el primer caso que involucraba alucinaciones en los últimos meses, había reportes de diversas personas con visiones simbólicas, unos veían hormigas ó abejas, otros lobos e incluso elefantes; todas estas alucinaciones tienen en común que son animales sociales, que se agrupan en manada o que trabajan en grupo. La mente nos manda mensajes interesantes de lo que deseamos.
*
Mi madre estaba haciendo café en la cocina. Me senté en la mesita del comedor para sentirme acompañado mientras acomodaba las notas del expediente del paciente de las 4:30 p.m.
–¿Y esas fotos? – Cuestionó mi madre curiosa mientras se sentaba a la par mía con una gran taza de café.
–Un paciente me las envió, las adjunto en el expediente – Se las enseñé sin mayor problema; las fotos no mostraban nada que sugiriera la situación de Carlos.
Mi madre tomó la foto de la calle vista desde la altura.
–Ese hombre de sombrero negro tiene una mirada penetrante, directa, como fuego; es intimidante…
–¿Hombre de sombrero negro? – pregunté un tanto perplejo.
–Sí, míralo – Pasó su dedo sobre la hoja impresa, en un área vacía de la calle– esa mirada es poco común.
Ella sujetó las otras fotografías, señaló los detalles y continuó diciendo.
–En estas otras también está, misma ropa y sombrero negro; pero esa mirada es peculiar, incluso en la que se ve borroso, esos ojos son muy penetrantes.
El gesto en mi rostro de seguro le dijo más de lo que ella esperaba. Pues, me devolvió las imágenes y cambió el tema de conversación.
*
Por la noche, llamé a mi novia Vanesa, bueno, aun no sabía si seguíamos siendo pareja o no. La pandemia nos había separado físicamente y nuestro mutuo problema de ingresos económicos nos habían generado un montón de excusas para no poder estar juntos con tranquilidad. Ella también regresó a vivir con sus padres pues le redujeron la jornada laboral y con lo que ganaba no podía pagar la Universidad ni el apartamento al mismo tiempo, y a los padres de Vanesa les molestaba que yo llegara a verla debido al virus. En ese momento estábamos en un limbo emocional, como el gato de Schrodinger, nuestra relación vivía y no.
–¿Podrías describirme la imagen? Los detalles es lo que me interesa. – Le dije por medio de la video llamada con mi celular.
Ella, risueña, parecía estar sentada frente a la computadora. En la mesa de estudio de su antiguo cuarto, en la casa de sus padres, reconocía los cuadros atrás, el espacio ahora colonizado por su hermana menor.
–No hay mucho que describir, es una foto tomada desde un balcón; se ve una calle esquinera, hay un carro aparcado, una acera, unos árboles. No sé, ¿qué más querés que te diga?
–¿Nada particular o extraño? – le pregunté sin que sintiera mi ansiedad.
Ella volvió a ver la imagen.
–No veo nada en raro.
–¿Estás completamente segura?
Me dirigió una mirada molesta.
–Te describí la foto, nada en especial, ó necesitás que también te describa en detalle al hombre del sombrero negro.
No supe cómo responder, se me hizo un nudo en la garganta. Vanesa también lo veía.
*
Al día siguiente, llamé a Carlos, le dije que si podíamos vernos en uno de esos consultorios de alquiler por horas que hay por los alrededores de San Pedro. Por el momento no tenía despacho y solo hacía terapia por medio de video llamada, aún no creía prudente alquilar un local si apenas llegaba a final de mes con mis gastos personales. Pero quería saber más sobre esa figura, por qué otros la miraban y yo no podía. Necesitaba darle luz de una vez por todas a ese misterio que me tenía inquieto.
*
La pandemia hizo que ciertos negocios intentaran reinventarse de formas absurdas para no perder a sus clientes. El consultorio que alquilé era simple; un baño, un par de cuadros abstractos sobre paredes blanco mate, hacia el fondo un sillón cómodo personal frente a un sofá de cuatro espacios con una mesita de vidrio en el centro, sobre la mesita un pichel con agua y un par de vasos de vidrio, a esto se le sumaba un artilugio hecho de una lámina de policarbonato transparente a manera de barrera que separaba al terapeuta del paciente, la misma llegaba casi al techo pero de unos dos metros de ancho, era absurdo, cualquier virus se cruza por los lados, pero aun así, este risible método pasó el mínimo del protocolo sanitario para atender pacientes psicológicos “urgentes”.
Tenía todo listo en espera de Carlos. Eran casi las 4:30 pm. Revisaba el expediente. Nada de lo que ahí decía explicaba por qué otras personas podían ver al hombre del sombrero negro. Pues no solo fue mi madre y mi novia, un par de colegas y hasta el conductor que me trajo al consultorio de alquiler podían verlo. Todos coincidían en la descripción de que era un hombre con camisa negra con botones de manga larga y sombrero negro de ala larga, que el rostro era delgado y moreno, con mirada fría, extraña pero penetrante, malévola.
*
Carlos llegó, y se sentó sin mayor saludo que un gesto sin roce de piel patrocinado por los consejos gubernamentales.
–Quiero que me comentés sobre el hombre del sombrero, ¿cuándo fue la primera vez que lo viste? – Le pregunté, usando mi mejor tono profesional, ese que se practica desde la universidad hasta la graduación.
Carlos estaba un poco intranquilo, movía los pies.
–Cuando inició la pandemia las primeras semanas fueron un tanto diferentes, se impusieron restricciones y las personas pensaban que solo iba a durar unas semanas, muchos compramos cosas que creíamos que se podían acabar, yo compré varias cajas de papel higiénico y tantas latas de atún como me alcanzó el dinero, pero cuando las semanas se volvieron meses y los meses en más de un año, sentía cada vez más fuera de mí esta presión. Perdí el trabajo y me costó mantener el ritmo de las cosas, me sentía como en el interior de una estación espacial donde las reservas se agotaban, pero, con poco dinero y con los supermercados abiertos. Yo tenía que jugar con el poco ingreso económico que lograba conseguir; entre pagar los servicios básicos, el préstamo de la casa con el banco y comer. Pues sin dinero somos una estadística de la desesperación. De vez en cuando salía a caminar, buscando qué hacer, despejarme la cabeza pues en la casa me iba a volver loco, no podía sacar el carro ya que si no eran las restricciones vehiculares era el miedo de gastar gasolina de forma innecesaria, entonces, caminaba. Un día caminé gran rato hasta el agotamiento, pero los parques estaban cerrados para sentarme. Así que fui al único lugar abierto que tenía en mi camino, el cementerio de Curridabat. Entré y me senté un rato entre las lápidas recién cerradas. Creo que esa fue la primera vez que lo vi, estaba a unas tumbas de distancia, me miraba. Al principio no le di importancia, creía que era un cuidador o alguien, a ratos lo veía, otras veces simplemente no estaba. Me fui y regresé a mi casa. Los días pasaron y lo seguía viendo, siempre a la distancia, pero como me observaba me producía escalofríos, era como si pudiera ver mi interior. Fue entonces que decidí tomarle fotos, apenas lo veía no lo quitaba la vista de encima mientras preparaba mi celular para fotografiarlo. Luego de nuestra última terapia, empecé a publicar las fotos en redes sociales contando mi historia. Para mi sorpresa varias personas me respondían que miraban lo mismo que yo, e incluso otros me comentaron que tuvieron encuentros muy cercanos con esta figura, encuentros que no quisieran repetir.
Carlos se detuvo, tomó el pichel de agua y sirvió un vaso, lo puso a un costado sobre la pequeña mesa de cristal frente a él, para seguir poco después.
–Un día estaba acostado con las luces apagadas, leía las redes sociales, los pleitos entre los anti vacunas y los que exigían más restricciones, leía una nota sobre la cantidad de muertes diarias mientras que por otro lado alguien comentaba que este maldito virus era solo un resfrío común, estaba dispuesto a comentar la nota cuando me percaté que no estaba solo. Ahí, a un lado de la cama, de pie, se encontraba mirándome, mi instinto fue el de gritar y levantarme de la cama, pero la criatura puso su mano sobre mi pecho, no podía moverme, no podía cerrar los ojos, no podía gritar. Su mano era fría y pesada, era como si una gran fuerza que no puedes controlar te inmovilizara, no podía hacer nada, era como una parálisis de sueño pero sin estar dormido, su rostro era malvado, su gesto se desfiguraba, su boca más parecía un gruta oscura que me quería devorar, el sombrero se volvía parte de su cabeza y rostro, sus ojos me consumían, me atravesaban, eran ojos negros sin vida como los de un tiburón antes de atacar. Los huesos en mi pecho empezaron a crujir, sentía como las costillas empezaban a ceder por el peso de esa mano monstruosa, sentí como la mano se hundía, no podía respirar, el poco aire que tenía en mis pulmones se escapaba debido al peso gigante sobre mí. Cuando todo se nublaba y el frío me recorría el cuerpo, pude al fin cerrar los ojos, solo quería que todo acabara. De forma repentina, todo se iluminó, y ya no sentía la presión en mi pecho. Agarré valor y abrí los ojos. Era de día. Pude respirar, sentir el alivio del aire maravilloso entrando por mi garganta y bajando por mí ser hasta inflar los pulmones. Fue como volver a nacer…
El timbre de mi celular llenó el consultorio, Carlos y yo nos sobresaltamos. La cita había terminado.
–Y luego de eso, ¿qué pasó? – Le pregunté intrigado.
–Aun lo veo, me sigue, algunas veces muy de cerca, y un par de veces me ha hablado, su voz es áspera y grave pero apagada, como quien habla después de un fuerte ataque de asma…
Carlos se levantó, y se dirigió a la puerta. Abrió. Iba apresurado, podría jurar que estaba aterrado.
–Una última pregunta, ¿cuándo fue la última vez que lo viste?
Carlos me miró, se volteó y señaló el otro lado del sillón, mientras decía con un tono quebrado:
–Está ahí sentado, y me dijo que tenía sed.
Carlos se fue caminado rápidamente por el pasillo. Desde la puerta lo seguí con la mirada hasta que se alejó. Contemplé el consultorio vacio tratando de descifrar lo que acababa de oír.
En eso caí en cuenta, el vaso de vidrio sobre la mesita estaba vacío.
FIN
Antonio Chamu, es escritor, realizador audiovisual y guionista. Ha trabajado en diferentes películas costarricenses y en sus ratos libres es psicólogo. Tiene varios libros publicados y ha colaborado en varias antologías de relatos de terror y ciencia ficción.