Sin Categoría

​​El botón

Por Bernardo Montes de Oca
@bmontes17

Entiendo de dónde venía esa soberbia. En algún pasado, Percy había sido un excelente vendedor corporativo, y vivió la buena vida. Fiestas, comisiones millonarias, viajes por todo el mundo. Y, era bueno. Sabía hablar mierda y venderla.

Percy me cayó mal, desde el principio. Aun así, muy profundo en mi ser, hay una parte mía que se arrepiente de lo que pasó. Después, me acuerdo de todo, y se me va. No me arrepiento de haber presionado ese botón. Tal vez fue la manera en que se presentó o cómo pensaba que era mejor que nosotros. No sé. También estaba lo inútil que era con todo lo que hacía, y la falta de interés en todo. O, probablemente, el hecho de que nos saludó y dijo, “quiero ver chicas.” Luego nos preguntó cómo nos llamábamos.

Entiendo de dónde venía esa soberbia. En algún pasado, Percy había sido un excelente vendedor corporativo, y vivió la buena vida. Fiestas, comisiones millonarias, viajes por todo el mundo. Y, era bueno. Sabía hablar mierda y venderla. Me contó de su producto estrella en aquel entonces, no le entendí y aún así, casi le compro uno. Pero, con algo, la cagó y terminó trabajando para su hermano, como técnico. “Es por ahora, es para pasar estos meses”, nos repetía, “es por ahora”.

Nosotros le creímos, no teníamos de otra, pero ninguno lo quiso. En la pirámide alimenticia corporativa, los técnicos siempre estábamos abajo y él lo sabía. No ponía atención, no entendía porqué las PCB funcionaban así y para qué servían los brazaletes antiestática. Sé que no es apasionante este lenguaje tecnológico, pero verlo equivocarse daba placer. Entre cagadas, es probable haya dañado más de $3000 en equipo.

No les he contado dónde estábamos. Era San Antonio, Texas. Una ciudad pequeña para los estándares de Estados Unidos, con un canal que la atraviesa, por el cual pasan copias baratas de góndolas venecianas que tienen que navegar basura y pestilencia. Cobraban $10. Era verano y no había una sola nube. Un calor insoportable. El aire se pegaba en los pulmones y nuestros uniformes se oscurecían con las manchas de sudor. El clima y Percy no tienen nada qué ver, porque todos nos quejamos. Pero hacía cada interacción con él más insoportable.

Tras de eso, fuimos a un entrenamiento denso. Dos semanas de pura teoría y práctica para arreglar dispositivos que se usaban en cuidados intensivos. Al final de cada sesión, entre el calor y el embotamiento mental, sólo queríamos devolvernos al hotel y a dormir. Mientras, Percy insistía. “Quiero ver chicas, quiero ver chicas.” Pero, no tenía carro, y la idea de ser peatón en Texas es tan distante de la realidad como lo es encontrar una ensalada verde. Yo era el único con automóvil, un sedán de alquiler, cómodo, grande, pero con un olor extraño que nunca pude definir. No se lo iba a prestar. Entonces, se contentaba con que lo lleváramos a Hooter’s.

Hablo en plural. Como en todos los entrenamientos, era rutina que los latinos hiciéramos grupo. Estaba Daniel, el panameño, bajito, delgado, inteligente. César, el mexicano, cercano a pensionarse, sólo quería trabajar un par de años más y todavía le costaba el tema de la electrónica. Cómo sostuvo ese trabajo, no lo sé. Luego estaba Gustavo, el argentino. Honesto. Hilarante en su sarcasmo e insoportable en su pasión por Boca Juniors. Finalmente, estaba yo, un mae bien pollo que iba a su primer entrenamiento solo. Percy se unió porque hablábamos español, nada más.

También es tradición que el último día de entrenamiento, la empresa que nos pagó el viaje nos llevara a cenar, que se resumió a tomar cerveza y comer BBQ. El lugar era una parrillada en las afueras de San Antonio, con varios premios por la mejor salsa y el mejor pulled pork. Cosas así, importantes. Fuimos en ese sedán maloliente, cada uno vestido a su manera, indicador de las expectativas de la velada. Yo con cualquier camisa, David con la mejor de a botones, César no se cambió del uniforme y Gustavo con la camisa de Boca. Percy fue con pantaloneta, sandalias y camisa sin mangas.

Tal rejuntado de especímenes más aleatorio no podía haber. En el viaje de ida, nadie habló. Estábamos hartos de vernos. Pero, apenas llegamos, Percy se dio cuenta de que la cerveza, y la comida, era gratis. Ahí, se avivó. Comenzó a tomar, y tomar, y tomar. No había pasado una hora. David le dio bola, comenzó a tomar al mismo ritmo, y Gustavo lo alentaba para que hiciera más feo. Después de todo, confieso que sí era entretenido ver a esa versión moderna de Calígula. Se hartaba de costillas y manchaba la camisa. Se limpió con los brazos pelados. Pedazos de carne volaban de su boca cuando se reía de sus chistes. Se le abalanzó a la gerente de Regulatorio, una latina de cincuenta años con el pelo teñido morado, tacones altos, uñas postizas y ropa chillona. “Te quiero escalar”. Algo así le dijo. Ella le sonreía y se alejaba. Pero él la seguía.

Miguel y yo estábamos sobrios. Él por viejo, yo por miedo. La idea de que me detuviera un policía en Texas con cuatro latinos en el carro y yo con alcohol en mi ser no me atrajo. Entonces, al cabo de unas dos horas, el juego de Percy se volvió cansón. El entretenimiento se volvió congoja. Los gritos, el aliento, la salsa barbacoa en áreas inexplicables, la decadencia: un choque desenvolverse frente a uno. Asqueroso y no podía dejar de verlo.

Les avisé a todos que estaba por hacer viaje y me sorprendió. Ninguno, excepto Percy, reclamó. La gerente de Regulatorio hasta se alegró. Nos acompañó al auto y nos despedimos. Después de esquivar los intentos de beso de Percy, me pidió que le avisara cuando llegáramos.

Nos montamos al carro, David dándole cuerda a Percy, el argentino contándonos de cómo Boca y la Bombonera, y Alberto Armando, y todo eso. Yo sólo asentía, entre el estruendo de los cantos desafinados de Percy, y el estrés de manejar el estado amante de la democracia y los migrantes, Texas. Cuando llegamos al hotel, Percy se bajó de primero y dijo que fuéramos por más tragos al lounge. Todos rechazamos la idea, inclusive David. Confieso que lo pensé, por un segundo, traté de ser empático y dije: ¿será que voy? Lo pensé.

Entramos al lobby del hotel y David, Miguel y Gustavo se dirigieron al ascensor. Percy, al lounge. Yo, por gravedad, giré hacia el grupo más grande. Presioné mi botón, el piso 23. Mientras tanto, se iban bajando. Miguel en el 12. David en el 14. Gustavo en el 16. Llegué al 23 y a mi habitación. Me metí la mano al bolsillo. Nada. La llave estaba en el carro.

No tuve opción. Me devolví al ascensor, y bajé. Se abrieron las puertas y ahí estaba. Percy. Su ropa manchada de salsa barbacoa. Sus ojos cristalizados por el alcohol y la grasa que corrían por sus venas. De rodillas. Gritaba, que lo ayudaran, que lo ayudaran. Detrás de él, dos gorilas del departamento de policía de San Antonio lo trataban de contener. Se retorcía. “No hice nada. ¡No hice nada!”

De repente, miró hacia mí. Su mirada fija. Iba a hablar, iba a decir mi nombre. Pero, no. Lo siento, Percy. Presioné el botón de cerrar las puertas del ascensor y me llevó a no sé cuál piso. No volví a ver a Percy. Eso sí, supe que la de Regulatorio tuvo que pagarle la fianza.