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El aniversario que nadie quiso celebrar

Por Carlos Alberto Castro, MA
@www.carloscastro.cc / @crduo.cc

La gente está sedienta de música y los músicos están deseosos por tocar.

Hay fechas que pasan a la historia como ocasiones de júbilo y que se celebran cada año por las repercusiones positivas que han tenido para la posteridad. El 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud declaró COVID19 como pandemia global. Por ende, recién acabamos de pasar el aniversario que nadie quiso celebrar.

A estas alturas del partido —ya más de un año después— seguimos llevando a rastras una serie de nefastas secuelas que siguen afectando a la sociedad mundial en detrimento de la calidad de vida de la inmensa mayoría de gente, sin importar en qué país viva, de qué color es su piel, qué idioma habla o qué actividad desempeña.

En este caso en particular, queremos centrar nuestra atención en quienes —en  los últimos meses— han perdido “su voz” (o su expresión sonora), su hábitat natural (los escenarios) y su retribución (los aplausos): los músicos.

Como obviamente ya se puede notar, de esas tres cosas no se puede pagar el alquiler, los recibos ni comprar el diario. Y justamente quiero empezar esta breve reflexión haciendo hincapié en que justamente —sobre todo entre los músicos— es muchas veces tabú considerar la música como un negocio. Pero sí lo es, como todas las actividades humanas que nos rodean y generan un sustento para las personas y sus familias. Como músicos muchas veces nos negamos a pensar que somos vendedores, que nuestro público son los compradores y que nuestro producto es, de hecho, la música que ofrecemos.

Muchos colegas que se denominaban a sí mismos como músicos “independientes” tal vez fue hasta ahora que identificaron que son absolutamente dependientes de una cadena de producción de la que no pueden prescindir. Sin esa infraestructura, se ven en graves aprietos para generar ingresos. Ya es de por sí de conocimiento público que los músicos, en general, están insuficientemente remunerados. ¡Pero eso es obvio! ¡Nadie pagaría lo que realmente vale hacer música!


Expectativa vs. realidad 

Como músicos tenemos muchas veces que confesar un pecado capital: somos soñadores y eso lo castiga este mundo tecnificado y materialista. Es frecuente ver cómo los músicos llevamos a cabo nuestros proyectos musicales tratando de ignorar si existe demanda de parte del público para la oferta de valor que estamos haciendo o si alguien siquiera está esperando a que salga dicho producto al mercado. Invertimos muchísimo tiempo y dinero en nuestros instrumentos (inversión que recién después de muchos años se recupera, si es que llega a suceder), en equipo de amplificación y grabación, en nuestras computadoras (y su respectivo software, viajes para tocar conciertos (sin contar lo que vale comprar un automóvil o recibir los gastos de viaje), los gastos de relaciones públicas, el manejo de redes sociales y prensa, invertimos cientos (si no miles) de horas preparándonos para nuestras presentaciones… para que al final la paga sea simbólica con respecto al esfuerzo y los recursos invertidos para ese fin. En otras palabras, siendo realistas, es económicamente insostenible.

Si se pagara por horas-persona, casi nadie podría realmente costearse los servicios de un músico profesional. Lamentablemente, desde hace siglos, el sistema se ha acostumbrado a pagar al músico por el tiempo que aparece para interpretar su música, lo que sucede previamente como preparación a esa actuación casi siempre se considera un mal necesario y no se asume la responsabilidad por el tiempo ni los gastos asociados a dichos trabajos preliminares. La situación se pone más dramática si pensamos que muchos músicos no han diversificado sus fuentes de ingresos, sino que dependen completamente de sus “chivos”. Así, durante el año pasado, muchos colegas se vieron enfrentados a la triste realidad de que les cerraron de repente el grifo del agua y que ya no salía ni una gota más.

Antes de continuar este ejercicio de imaginación me gustaría dejar muy claro que estoy muy lejos de ser experto en economía, psicólogo y mucho menos predictor del futuro. Este pequeño ensayo es el producto de un intento de ponerse en los zapatos de muchísimos colegas y con la esperanza de que ojalá mis terribles suposiciones no les hayan afectado (espero estar muy equivocado en lo que respecta a los efectos negativos que me atrevo a imaginar en voz alta).

Enfrentando una triste nueva realida

Frente a esta desesperante realidad, los músicos reaccionaron de distintas maneras (si es que todavía no siguen paralizados por el shock o buscaron trabajo en lo primero que se les apareció, pero eso es algo que se intenta mantener en secreto para evitarse “una vergüenza”). Muchos, todavía un año después, ni siquiera han asimilado esta crisis y de alguna manera se quedan cruzados de brazos, gastando todos sus ahorros (o dependiendo del apoyo familiar) y esperando que alguien llegue a darles luz verde para que puedan volver a cantar o tocar. Esto va a generar a la larga una purga dentro del sector, pues solo podrán sobrevivir los más fuertes o los que estaban de alguna forma preparados para un evento imprevisto. Aún así, podríamos preguntarnos sinceramente cuántos músicos tienen suficientes ahorros en el banco para poder sobrevivir un año entero sin recibir ingresos…

Varios decidieron de la noche a la mañana ofrecer clases de música en canto, en su instrumento o en lo que sea que la gente quisiera aprender (a final de cuentas no importaba tanto mientras pagaran la clase, de por sí era solo una medida de emergencia y pasajera… o al menos así se creyó). Esto generó una inmediata sobreoferta de profesores particulares de música, lo cual primeramente afectó a los que realmente tienen ese oficio como principal fuente de ingresos. 

A mí, personalmente, no me afectó eso, pues yo casi no doy clases privadas, sino que soy profesor en una escuela de música aquí en Austria, así que tengo mis alumnos fijos y soy empleado municipal. Pero poniéndose en los zapatos de alguien que sólo tiene alumnos privados, se genera un daño severo si otras personas —por la premura de tener ingresos rápidos— cobran una tarifa muy por debajo de lo que normalmente el mercado debería ofrecer (que ya de por sí es bastante baja). Como cualquier otro producto que sufre una sobreoferta, este se devalúa rápidamente y muchas veces nunca llega a recuperar el valor que tuvo antes de la crisis.

Por otro lado, con la pandemia del coronavirus también vivimos la pandemia de los conciertos por Internet y las transmisiones de música en vivo. Si en la mentalidad del músico lo principal que está es que su única habilidad es hacer música, pues en una situación de urgencia mucho menos se le va a ocurrir desarrollar otras habilidades deseables para mercadear su música correctamente en la sociedad de la (des)información. Esta reacción algo instintiva generó en parte una ola de simpatía hacia los músicos, pero (en mi opinión) a la vez también el efecto secundario de una pérdida abrupta del valor percibido del producto musical. ¿Cómo se podrá después exigir una paga adecuada por algo que antes fue regalado?

Otros también han aprovechado para crear nuevos formatos, componer nueva música, desarrollar nuevos repertorios y hasta grabar nueva música. Eso suena genial, pero es probable que muy pronto nos espere una verdadera avalancha de lanzamientos de nuevas producciones musicales esperando su turno para salir al mundo real y compitiendo por un mínimo de atención.

La gente sigue teniendo gran necesidad de consumir música, pero los grandes ganadores son los peces gordos en el mercado del streaming que se llevan millonarias sumas en regalías por el tráfico masivo que recibe su música sin casi ningún esfuerzo de mercadeo. Eso, mientras la inmensa mayoría de oferentes de música en dichas plataformas recibe sumas insignificantes incluso por debajo de un dólar al mes. Para siquiera recuperar la inversión de lo que cuesta subir un single a Spotify hacen falta cerca de 2.280 reproducciones y para un álbum, 6.640. Muchísimos artistas ni siquiera logran superar ese umbral, por lo que se convierte en un negocio redondo, donde la mayoría de proveedores de contenido ni siquiera logran recuperar lo que gastaron para hacer disponible su música en dichas plataformas (eso sin contar el costo de la producción musical en sí).

Unos poquísimos han analizado críticamente su situación y la nueva realidad que les rodea, por lo que se han dedicado a generar otras fuentes de ingresos pasivos mediante modelos de negocios online (incluso en forma de productos evergreen) y a diversificar sus ingresos para conseguir poco a poco cierta autonomía financiera. Una problemática de nosotros como músicos es que intentamos hacer todo nosotros mismos (al estilo DIY) y la calidad sale sufriendo, por lo que ese producto tiende a perder competitividad con respecto al promedio del nivel del sector digital de la economía naranja.

Sin duda habrá también rarísimas excepciones de colegas que no resultaron afectados para nada por la crisis actual, sino que lograron alcanzar un éxito aún mayor del que tenían antes. Hasta ahora no conozco a nadie que se haya beneficiado por el distanciamiento social, por el confinamiento y por el cierre de establecimientos, teatros y clubes, pero me alegraría mucho saber que hubiera muchos casos de grandes ganadores, a pesar de esta nefasta situación.

Lo que está claro es que la dependencia absoluta de una sola fuente de ingresos pone al músico en una posición de gran vulnerabilidad para ganarse la vida… basta un suceso extraordinario —como una enfermedad sumamente contagiosa con la que nadie contaba— para dejar en la bancarrota a más de uno.

Lamentablemente, los gobiernos ignoran con frecuencia las necesidades de los músicos y los artistas, pues no se consideran como oficios relevantes para el sistema. Esto pone al intérprete musical en una encrucijada con respecto a la verdadera pertinencia de su trabajo (pero esa es para nosotros aquí una discusión sumamente compleja y controversial). Por otra parte, vale mencionar que hay más músicos en “la calle” que los que el mercado realmente puede mantener garantizando dignidad para todos sus participantes. Mucha música —a pesar de no tener calidad suficiente— termina igualmente saliendo al público a competir y saturando la oferta musical, pues por supuesto hay libertad total para hacerlo. Sin embargo, la ley de la causa y el efecto nos enseña que todo trae sus consecuencias.

 

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No todo es color de rosa…

Miles (por no decir millones) de músicos vivimos de alguna manera en un mundo paralelo en el que somos “felices” ejerciendo nuestra vocación. Al menos es la imagen que queremos transmitir a la gente, pues las estadísticas del gremio con respecto a la salud emocional o mental indican una realidad alarmante, evidenciando más un modo de vida orientado a la supervivencia en el corto plazo que a la generación de prosperidad. Lamentablemente, muchos colegas están a lo mejor enfrentando graves depresiones y quizás se pregunten, por ejemplo, si tiene sentido practicar su instrumento o cantar todos los días si no hay un público a quién tocarle.

La gente está sedienta de música y los músicos están deseosos por tocar y volver a generar ingresos nuevamente. Esto va a provocar una verdadera batalla campal, en detrimento de las expectativas de pago para los músicos. Si algún colega no está dispuesto a tocar por una miserable suma, va a ser probablemente amenazado con que hay una lista de gente haciendo fila para tocar gratis, lo cual agravará la brecha entre los músicos profesionales y los músicos aficionados (los que que tienen un trabajo ordinario paralelamente a sus actividades musicales y que no dependen exclusivamente de dichas actuaciones para ganar su sustento). 

Un buen músico es también un buen consumidor de música, pues necesita siempre recibir inspiración y otras influencias que enriquezcan su quehacer artístico. A fin de cuentas, todos somos clientes de otros músicos. Por ello es importante que dichos solistas, conjuntos, bandas o ensambles logren fidelizar su base de seguidores. Pero es importante que estés dispuesto a apoyar no solo a los peces gordos (que de por sí nunca se darán cuenta de que vos existís, mientras los estás haciendo cada día más millonarios) sino a la escena local. Con apoyar me refiero a invertir, gastar dinero en ellos, ir a sus conciertos (apenas sea posible nuevamente), pagar por la entrada (en vez de rogar por entradas gratis), así como comprar sus discos (si venden música en un medio físico, comprémosla, aunque probablemente terminemos oyéndola por streaming) y adquiriendo otros artículos que ofrezcan. Así los músicos podrán poco a poco resurgir y pagar sus gastos de vida y hasta las deudas que les ha generado la crisis de la COVID19: solo con admiración, aplausos y afecto no se podrá salir de ese bache financiero.

Además, diversifiquemos nuestra paleta musical de músicos a los cuales apoyamos, para repartir nuestro interés musical siguiendo no solo a un grupo musical o cantante, sino compartiendo nuestro aprecio como fans entre varias propuestas musicales.

Ya cumplimos un año de que no podemos organizar conciertos ni asistir a ellos. ¿Cuánto más tardará hasta que se normalice la situación? Nadie lo sabe con certeza. Lo cierto es que la crisis del coronavirus ha venido para transformar radicalmente la manera en que se produce y se consume música en nuestra sociedad. En períodos de crisis vale la pena distanciarse por un momento del caos que nos rodea y reflexionar en aspectos que podemos mejorar para evitar ser afectados tan profundamente por una virtual pandemia u otro futuro suceso imprevisto. Por lo pronto, esperamos que el 11 de marzo 2021 quede como el único aniversario que nadie quiso celebrar.


Sobre el autor:

Carlos Alberto Castro es un guitarrista, arreglista y gestor cultural costarricense radicado en Austria desde 2011. Cuenta con un título de Master of Arts y se desempeña no solo como solista (www.carloscastro.cc) sino también como músico de cámara (www.crduo.cc).