Sin Categoría

De cómo me salí del closet del ateísmo

Por Jeudy Blanco

…y de paso me convertí en el primer apóstata de Cartago

Ser ateo en un país ultra católico como Costa Rica nunca ha sido fácil, pero al menos hoy, en 2021, con la explosión de las redes sociales, ya uno no se siente como un bicho raro y más bien, si gestiona sus burbujas de contactos correctamente; se siente como lo “normal”. Sin embargo hace 15 años que fue cuando yo me di cuenta que era ateo aún no era así. 

En mi caso, la “desconversión” no ocurrió de la noche a la mañana, ni de cerca. Crecí en una zona rural al norte del país, en el seno de una familia profundamente religiosa, con militancia activa en uno de los grupos de la iglesia católica más fanáticos y fundamentalistas: los catecúmenos. Fui a un colegio católico de monjas durante 12 años, rezaba el rosario con devoción, me confesaba constantemente para poder comulgar (no fuera que por estar en pecado mortal me fuera a ir al infierno). Durante la escuela incluso fui monaguillo.

Entrando en la adolescencia, y en mi afán de siempre complacer a mi mamá, me uní a los catecúmenos. Ella era miembro desde hacía años, al igual que una tía muy querida. El paso natural era que yo, el hijo mayor, siguiera su camino (pun intended para los conocedores). Recordar la experiencia de esos años hoy me trae flashbacks de Vietnam. Los catecúmenos lo quiebran a uno al punto de hacerle creer que es la peor basura pecadora y lo someten a humillaciones públicas hasta que uno descubra qué tan despreciable e inmerecido del amor de dios es. ¡Aunque uno sea un chamaco de apenas 15 años que ni siquiera ha empezado a vivir!

De las peores cosas que recuerdo fue algo que ocurrió en una convivencia para uno de los “pasos”. Lo ponen a prueba a uno, donde debe comprometerse a despojarse de sus bienes materiales más queridos (y la plata de la venta, evidentemente, donarla a la “comunidad”, no podía ser de otra forma). Esto porque dios, al parecer, es súper inseguro y celoso, y no quiere que el amor de uno por él compita con nada. Recuerdo a varios “hermanos de comunidad” llorando porque lo que más querían en el mundo era su casa, y el “primer responsable” (así se le llama al líder designado por la incuestionable autoridad de los “catequistas”) les decía que, si querían seguir perteneciendo al “camino”, tenían que pasar esa prueba.

En esa época, mi posesión material más querida era un Game Boy, que me acababa de comprar después de meses de ahorrar lo que me ganaba vendiéndole pan a mi mamá y números para rifas por el barrio y sus alrededores. ¡Imaginen mi estupor! Pero al final, y como lo puede atestiguar mi pequeña consola manchada por el tiempo que conservo hasta la fecha en mi cajón de los recuerdos, el marcador final por mi alma fue: Nintendo 1 – dios 0. Eso marcó el principio del fin de mi paso por ese grupo, mas no el de mi creencia. Al contrario, tuve remordimiento de conciencia por mucho tiempo. Pero por suerte, llegó la universidad.

Yo siempre me llevé bien con mi familia, tenía bastantes amigos en mi pueblo natal, y aun así, a pesar de haber tenido la oportunidad de estudiar la carrera que escogí sin irme muy lejos, ¡no podía esperar a salir de ahí! Por suerte tuve todo el apoyo necesario y fue así como me vine a vivir a la capital religiosa de Costa Rica, cuna de la Negrita: la noble y leal ciudad de Cartago. En el TEC, donde estudié, tuve un profesor no solo ateo, sino que en clases se burlaba abierta y constantemente de las creencias religiosas y de los creyentes (no estoy seguro de que hoy sea un comportamiento aceptable para un profesor universitario).

Por alguna extrañísima razón, le caí bien y me llevaba súper bien con él. Vacilábamos con el tema, porque yo era aún bastante creyente. Él me pasaba compartiendo libros y artículos sobre el cuestionamiento de la fe y el ateísmo y eso encendió mi curiosidad. Eso, y el hecho de ver que él podía blasfemar contra el espíritu santo y ¡ningún rayo lo fulminaba!

Ahí comenzó mi desconversión, leyendo primero sobre la historia de las religiones y, en particular, de las atrocidades cometidas por la iglesia católica a lo largo del tiempo. Ver cómo el catolicismo le plagió descaradamente un montón de elementos de su doctrina a cultos mucho más antiguos me hizo sospechar que algo andaba mal. ¿Tal vez ya no creo ciegamente en la infalibilidad del Papa y en todos los dogmas que me inculcaron de pequeño? Me empezaban a inundar las dudas. Seguía creyendo en dios, pero ya no estaba tan seguro de si seguía creyendo en la iglesia y sus autoridades.

Por ese entonces, y de forma muy precoz, empezaba a planear mi matrimonio con mi novia (hoy mi esposa de 18 años y contando). Tocaba hacer el curso prematrimonial, y con toda la ironía del mundo, esa fue la gota que derramó el vaso y que me hizo darme cuenta, de una vez por todas, que ¡yo ya no era católico! El cura que daba el curso (por cierto, ¿qué hace un cura, que es célibe, enseñando sobre matrimonio y relaciones de pareja?) debe ser una de las personas más trogloditas y retrógradas con quien me he topado. Estuve en serio desacuerdo con absolutamente cada cosa que salía de su boca durante ese curso. Al final, nos casamos solo civil, y me quedó el firme convencimiento de que yo ya no era católico. ¡Gracias “padre”!

Muy gradualmente se lo empecé a comunicar a mi mamá. La vacilaba diciéndole que me iba a hacer budista. Dejé de ir a misa. Ella, preocupada y angustiada, seguro pensó que era una fase. Siempre culpó al TEC. “¿Quién sabe qué cosas le enseñan ahí?” me decía. Pero yo le aseguraba que aún creía en dios. ¿Lo hacía? Estaba averiguándolo.

Llegó mi primer trabajo, y con él, acceso ilimitado a internet (era la Costa Rica pre TLC, las conexiones residenciales de alta velocidad eran una rareza). En mis frecuentes ratos libres, empecé a visitar varios foros de música bastante populares de la época y ahí conocí e interactué con muchas personas con inquietudes por la vida y la existencia similares a las mías. Participé de muchos debates interminables sobre creencias religiosas. Cada día me sentía menos creyente. Luego vino el que probablemente fue el factor determinante en mi total desconversión: entré a una maestría en astrofísica, y conforme empecé a estudiar y entender como funciona el universo, entendí que para que existan las cosas no hace falta una explicación sobrenatural. Las matemáticas y la ciencia están haciendo un grandioso trabajo y, aunque no lo sabemos todo (probablemente nunca lo sepamos), en definitiva el papel de un dios creador iniciador de todo quedaba más y más relegado.

Entonces, es oficial, ¡soy ateo! Por fin tuve la determinación y la valentía de admitirlo: ¡No creo en dios! El sentimiento es sobrecogedor. Fui iluminado. Debe ser muy parecido al de los “cristianos vueltos a nacer” (pero al revés), en donde uno siente una imperiosa necesidad de que todo el mundo lo sepa. Fue la época de mi vida en donde me volví militante ateo. Formé grupos, asociaciones, me peleaba con medio mundo y la misión de mi vida era convencer a tantos como pudiera, de que eran prisioneros de la religión. Me enteré de que era posible renunciar formalmente a la iglesia católica mediante el acto de la apostasía. De inmediato me puse a redactar mi carta de solicitud exponiendo de la manera más explícita posible las razones de mi renuncia y mi desprecio por la institución.

Por boca del obispo de Cartago de aquel entonces, que me citó en persona para discutir el asunto, me enteré de que tengo el honor de ser el primer apostata de Cartago. ¡Casi nada! Y finalmente llegó el momento de enfrentar a la familia, específicamente, a mi mamá… el momento de terminar de salir del closet.

Al principio no me dio mucha pelota, pero un día me llamó llorando desconsolada preguntándome: “¿por qué hizo eso?” (la apostasía). Resulta que una funcionaria de la casa cural de mi pueblo natal le contó de mi solicitud, que apenas iba a tramitarse. Fueron días tensos, hasta que, al final, básicamente llegamos a un acuerdo de respeto mutuo en el que yo no me meto con sus creencias ni ella con las mías (o falta de, más bien).

Así pasaron los años. Mi furor militante se desvaneció. Mis convicciones se mantienen intactas, pero aprendí que las discusiones por religión son totalmente estériles y es imposible (incluso indeseable) convencer a los demás y, a menos de que alguien quiera usarlas para imponer a otros sus puntos de vista o peor aún, querer plasmar sus creencias en ley, yo prefiero evitar el tema. En las reuniones y fiestas familiares, cuando hacen oración, yo simplemente guardo silencio.

Cuando mi hija nació, mi mamá ni siquiera me preguntó si la iba a bautizar porque sabía cuál sería la respuesta. Lo que me lleva al cierre de mi historia: usted que me lee, no ceda a la presión social y no someta a sus hijos a ritos y años de adoctrinamiento religioso solo por tradición o por miedo a enojar a familiares. A menos que usted sea de verdad creyente, deles la oportunidad de escoger a ellos mismos su camino cuando tengan uso de razón y acceso a la información. Le aseguro que se lo van a agradecer, sea cual sea el camino que escojan.


Jeudy es programador de aplicaciones y juegos, y astrofísico no practicante. Sobreviviente a los catecúmenos y al María Inmaculada.