Sin Categoría

Cero a cero

Por Camila Prieto
@nadiemedicemila

Yo era la chiquita que cantaba y montaba shows en la casa, que estaba en ballet y hacía manualidades, la que leía y veía películas; nunca entendí el fútbol, nunca me gustó y nunca me importó

Pensar en el día que murió mi abuelo se siente como una película, con escenas rápidas y cortes bruscos. Estoy en mi casa, suena el teléfono, mi mamá y yo en el carro, subo las gradas y abrazo a mi tío. El resto de la noche es un poco borrosa, estaba abrumada y al mismo tiempo en blanco, sentada en el piso de la sala de arriba mientras pasaban enfermeras y doctores. Los primeros meses me costaba mucho entrar en la casa de mis abuelos, todo era él: el reloj cucú atrasado, el radio pequeñito que le habíamos regalado unos años antes, la sastrería cerrada, las tazas de la Liga y el cuarto que olía a su colonia favorita. Entrar a esa casa era revivir todo lo que ya no tenía.

Mi abuelo fue la primera persona de mi familia a la que empecé a llamar por su nombre, don Pedro, más que una señal de respeto, creo que era una de cercanía, de poder bromear con él y llamarle como le llamaban fuera de la casa. Hay muchas cosas que ya no recuerdo, momentos que ya no tengo tan presentes, a veces me da miedo olvidarme de su voz o sus abrazos. Lo que recuerdo muy bien era su pasión por el fútbol. Don Pedro fue liguista hasta el último día, tenía un conocimiento del deporte que pocas veces he apreciado en alguien más; Tito no pudo terminar el colegio, pero cuando hablaba de fútbol era como si diera una clase magistral.

Uno de los recuerdos a los que más me aferro fue cuando vimos un partido del mundial en el 2014, Costa Rica jugaba contra Inglaterra. No recuerdo el resultado, pero recuerdo que don Pedro y yo lo vimos juntos, los dos solos en la sastrería, sentados frente al televisor de antena que tenía ahí para ver partidos y noticias mientras cortaba tela. Nunca había disfrutado tanto un partido, Tito me explicaba cada cosa que pasaba, me decía cómo estaban jugando y qué tenían que hacer, nos emocionamos, lo sentimos juntos. Ver un partido con él era un privilegio que a lo mejor en su momento no entendí que tenía.

Yo era la chiquita que cantaba y montaba shows en la casa, que estaba en ballet y hacía manualidades, la que leía y veía películas; nunca entendí el fútbol, nunca me gustó y nunca me importó, nunca fui al estadio ni sentí esa emoción visceral cuando ganaba un equipo. Hasta cierto punto me sentía orgullosa, a lo mejor en mi intento adolescente de ser única y diferente, pero no saber de fútbol era algo de lo que me jactaba. Mi abuelo no, él era sencillo y se dejaba disfrutar las cosas. Tengo una imagen permanentemente en mi memoria: él, sentado en el sillón de arriba, tranquilo, con el radio en la mano y la antena estirada escuchando algún partido, cualquier partido, porque yo no preguntaba. 

Hace cuatro años, en un partido del Carmelita se hizo un minuto de silencio en honor a mi abuelo. Estas personas, que a lo mejor ni lo conocían, le rindieron respeto porque sabían lo que el fútbol significaba para él.

Desde que mi abuelo no está, no siento tanto ese rechazo hacia el fútbol, pensar en ver un partido me hace sentirme hasta cercana a él, y no porque fuera algo que especialmente compartiéramos, sino porque era algo que le apasionaba, que le sacaba todas esas emociones que de otra manera yo no habría visto. Compartimos cosas más significativas, como las caminatas cuando me llevaba a clases de música o las conversaciones mientras me enseñaba a cortar la tela para hacer pantalones. Pero el 20 de diciembre del 2020 la liga ganó un partido, y yo sentí una alegría que no sé cómo explicar. Esos momentos los celebro con él, los siento con él.

El fútbol sigue sin gustarme, sigo sin entenderlo. Pero entiendo a mi abuelo, y eso de alguna forma hace que se sienta como si todavía estuviera acá conmigo, sentado en el sillón con el radio en la mano escuchando el tan esperado gol.