Por Ricardo Umaña
El amor desbordante con que nos nutren estas criaturas supera enormemente cualquier pena por dejarlos ir.
Ava era mi salchichita del alma. Súper cariñosa con ciertos amigos y totalmente indiferente a los demás. Se apuntaba a todo, era una eterna hartona, pata caliente, aventurera, dormilona y reconocida cazadora de cangrejos. Éramos inseparables; donde yo iba ella iba.
En uno de tantos viajes de camino a la playa con amigos se me comenzó a poner progresivamente débil, al punto que nos desviamos hacia una pequeña veterinaria en Liberia para que la atendieran de emergencia. Cuando la revisaron descubrieron que tenía una hemorragia interna, el bazo le había reventado y estábamos a punto de perderla, debido a un tipo de cáncer llamado hemangiosarcoma. De inmediato entramos todos en modo ER.
Como la veterinaria estaba sola y no estaba preparada para una cirugía de este tipo, nos pidió ayuda. Nos instruyó a mi amigo Alex y a mí a extraer toda la sangre de Ava que fuera posible para luego reinsertársela. Mi amiga Susana, quien es médica cirujana se ofreció a operarla, y googleaba rápidamente la anatomía de un perro mientras la veterinaria preparaba el quirófano y la anestesia. A pesar de la premura, la operación fue exitosa. Dos días después estábamos de vuelta a San José y Ava recuperándose muy bien.
A partir de ese momento, sin embargo, comprendí que el cáncer no se había ido; por el contrario, se había esparcido en la sangre por todo el cuerpo. Ella no lo sabía pero llevaba adentro una bomba de tiempo que en cualquier momento podía explotar. Días, semanas, meses, no se podía saber.
Acepté esa realidad por más dolorosa que fuera e inicié un silencioso proceso de duelo anticipado. Para Ava todo había vuelto a la normalidad. Ella vivía como siempre lo hacía: feliz y activa, como lo hace cualquier animal, viviendo el presente nada más. Los meses siguientes la chineé más de lo habitual, la paseaba más, la tenía más presente, pero, a los cinco meses, del incidente llegó de nuevo el día en que repentinamente amaneció muy mal. No había mucho que hacer y no quería alargar su dolor ni un instante más.
No titubeé e hice inmediatamente lo que nunca me había tocado, ponerla a dormir. Tenía muy claro que no la iba a dormir sobre una mesa de acero inoxidable en una veterinaria, el lugar que más odian los perros. Busqué un veterinario que llegara a casa, y, así me despedí de ella, acostada en su camita y yo acariciándole la cabeza, viéndola a los ojos y hablándole. Fue una experiencia extrañamente bella y pura, tan sólo cerrando un ciclo más de la vida. Claro que su partida fue dolorosa pero tuve la dicha de poder tragarme la píldora durante varios meses. La llevé a cremar inmediatamente después y con sus cenizas planté un árbol de uruca en la casa de la playa, con vista al mar para que vigile desde ahí el paso de cangrejos e iguanas que tanto la obsesionaban.
Vivir en compañía de perros es aceptar que los vamos a ver morir casi siempre antes que nosotros. Para unos lidiar con la pérdida es tan doloroso que prefieren no tener mascotas, pero los que las hemos tenido comprendemos que el amor desbordante con que nos nutren estas criaturas supera enormemente cualquier pena por dejarlos ir. Lo que a veces no vemos es que nos proporcionan una lección valiosísima de desapego y de aprender a vivir el presente.
En mi caso, los cinco últimos meses con ella fueron un tiempo extra, una oportunidad más disfrutar su compañía al máximo. Si bien hubiera querido más años con ella, el tiempo fue el justo el que tenía que ser. Más que sentir pena, me sentí agradecido, privilegiado de que la vida me hubiera permitido sentir un amor tan puro.
La vida de ellos es mucho más corta que la nuestra y así debe ser. ¿Se imaginan que un perro tuviera la misma expectativa de vida que un ser humano? La mitad de las veces verían morir a su amo y eso sí sería le peor crueldad pues mientras nosotros nos llenamos la vida con muchas cosas, pero para un perro nosotros somos todo en su vida.
Ava no fue el primer perro que pierdo. De niño tuve muchos otros perros que perdí de distintas formas, pero cuando se trata del perro de uno, de su mejor amigo, de su perrhijo y no simplemente el perro de la casa de la familia, el vínculo emocional es mucho más fuerte y el proceso de duelo también. Antes de Ava, viviendo solo, tuve otro salchicha llamado Igor.
Una mañana al salir en carro de mi apartamento le pasé por encima a Igor, así de terrible como suena. El dolor y el sentimiento de culpa que tuve fueron terribles, la verdad me costó digerirlo al principio, pero entendía que fue un accidente. Veía sus fotos, olía su cobijita, y me sentía abstraído. Me hacía tanta falta, pero sobre todo la falta que hace es la de dar y sentir amor de vuelta. Fue así como, en menos de dos meses, entró Ava a mi vida. No lo sustituyó jamás, pero vino a llenarme de amor –y de destrozos de cachorra– y a hacer el recuerdo de Igor menos doloroso.
No existe una forma ideal de recordar a nuestros seres queridos, sean personas o animales. Todos dejan huellas muy profundas en nuestra vidas. Cada quien busca la forma de honrarlos; yo, por mi parte, cada vez que puedo me acerco al arbolito de uruca que echa una flor blanca muy perfumada, cierro los ojos y huelo a Ava mientras la veo cazando cangrejos.