Por Raquel Mechoulam Villalobos
@raquelporlavida
¿Por qué a mí? Que me enfrenté al cáncer de mama por primera vez al borde de mis 39 lo mejor que pude. ¿Por qué esta sentencia de muerte si apenas iba por la mitad de mi vida?
En la única otra cama del pequeño salón donde estoy sentada en una silla de ruedas, agoniza un señor nicaragüense. Lo sé porque inocentemente pregunté qué significaba el rótulo “código lila” sobre su cama. “Ahí están los hijos diciendo que se lo van a llevar para allá, como si tuviera tiempo” escucho una enfermera susurrarle a la otra. Para allá… asumo que se refieren a su país de origen. Uno a uno empieza a desfilar la familia, con mascarilla por supuesto, estamos en tiempos de pandemia. Cierro los ojos y le pido a Dios, a mi cerebro, al Universo, que me ayude a conciliar el sueño arrebatado por la dexametasona que trata de aliviar la hinchazón en mi cabeza. No quiero ser testigo de esa despedida tan ajena y cercana al mismo tiempo; cercana porque protagonicé un adiós similar cuando en ese mismo hospital, Papi falleció en octubre del 2019. Pido que me pasen a la cama, tal vez se me conceda y me pueda dormir; tardan una eternidad.
Me trasladan y me vuelvo a perder en los extraños pensamientos que los medicamentos intravenosos producen en mí. De repente escucho una voz conocida “me dicen que ya hasta comió un poco, que bien, la veo muy bien”. Es el neurocirujano que hace poco más de 24 horas removió un tumor de mi cabeza. “Todo indica metástasis”. No entiendo a qué se refiere; ¿metástasis del cáncer de mama? Pero ¿cómo?, si me dieron de alta hace once meses. No, no, no. El doctor me felicita por mis indicadores y se va. Pregunto a la enfermera qué pasó con el señor de la cama de en frente (ya no está) y me dice que falleció mientras yo dormía. Que en paz descanse (gracias vida, por evitarme presenciar ese momento que no me pertenecía). ¿Metástasis? Dios mío. Ni siquiera tengo conmigo un celular para llamar a mi esposo. Me pongo ansiosa, quiero llorar. Lloro en la soledad más grande que he sentido en mi vida, un vacío sin fondo más real que el hueco de la depresión que me aquejó por quince años.
En febrero del 2021 me sentía por las nubes: sin dolor por primera vez en dos años, de alta en oncología, haciendo ejercicio para recuperar mi columna (adicional al cáncer, me sometieron a una cirugía de columna debido a secuelas de un accidente hacía 12 años), alimentándome bien, trabajando, planeando vacaciones de semana santa, conversando sobre mi carrera profesional, retomando clases, disfrutando el día a día a pesar de la pandemia. Todo cambió a finales de mes cuando empecé con vértigo y migrañas incapacitantes. De emergencia me internaron “es un tumor cerebral, hay que operar de inmediato”. Tras el internamiento, me mandan muchos exámenes para ver qué pasa en el resto de mi organismo. Mes y medio después, antes de poder ver a la oncóloga, el neurocirujano tiene la horrible tarea de decirnos que el tumor cerebral volvió a tan solo un mes de haberlo removido. Unos días después la oncóloga confirma que se ha extendido a pulmones y a huesos también. Cáncer de mama metastásico estadio IV, no curable.
Lloramos. Grito. Me desmorezco. ¿Por qué a mí? Que me enfrenté al cáncer de mama por primera vez al borde de mis 39 lo mejor que pude. ¿Por qué esta sentencia de muerte si apenas iba por la mitad de mi vida? ¿Será por todas las veces que deseé estar muerta cuando estuve deprimida? Pero yo ahora quiero vivir. No quiero que mi esposo sufra. Mis días de internamiento fueron muy duros, se le nota en esos ojitos que me enamoraron con sus largas pestañas. ¡Dios! No quiero que mami sufra, mami que se está recuperando de su propio cáncer de mama. Sí, ella también. ¿Y mi carrera profesional? ¿Y mis perros? No quiero que nadie sufra por mí. Pasan semanas muy confusas, no me pueden volver a operar porque el hospital está saturado por la pandemia. Nos ponen enfrente dos opciones imposibles y escogemos la que creemos mejor a pesar del “puede dejar de ser Ud. misma a nivel cognitivo”. Lloro mucho. Tengo miedo. Pero quiero luchar. Apenas voy por la mitad de mi vida.
Espero en mi sillón reclinable a que suene el teléfono para darme las citas de radioterapia. La hinchazón que siento por dentro de mi cabeza me impide leer, ver tele, conversar. Solo quiero silencio y algo de normalidad. Un día cualquiera, mi obsesión con la segunda guerra mundial de repente cobra sentido. Y se viene un nombre a mi mente: Viktor Frankl. ¿Qué dijo Viktor Frankl en ese libro que me he leído varias veces, El Hombre en busca del sentido? Era algo así como que nos pueden quitar todo menos la actitud que escogemos para enfrentar la vida.
El mensaje de Viktor Frankl y el ejemplo de Papi luchando veinte años con una cardiopatía, siempre sonriente, haciendo amigos en cuanta fila hizo en la Caja, me inspiran a ver la oscuridad de frente y decirle “aquí estoy, ¿qué es la vara?”. Tomo la decisión y hago un anuncio a mi esposo: “voy a contar mi historia hasta el cansancio, no le vamos a tener miedo a este bicho”. Las herramientas que he llevado en terapia por tantos años me permiten ejecutar esta cabezonada que se me metió entre ceja y ceja, esa respuesta no al “por qué” sino al “para qué”: la de sobrevivir a un diagnóstico de cáncer de mama metastásico estadío IV no curable, considerado terminal por mi edad y lo agresivo que se ha comportado. Y en el camino, contarlo al mundo; a alguien tiene que servirle de algo mi experiencia. Fue así como empecé a publicar mi día a día en redes sociales, la de una paciente de oncología, una vida entre millones batallando con el bicho.
Ha sido un año de prueba y error, como la morfina para el dolor de huesos que casi me mata con un bajonazo de diez kilos en un mes o aprender a escuchar mi cuerpo en esos días donde solo quiere descansar porque la batería está en 10%. Un año derribando prejuicios porque a mí, la señora profesional, casada de cuarenta y un años, solo el cannabis medicinal me ha aliviado del dolor y las cejas levantadas cuando lo menciono no se hacen esperar. Un año de mucho trabajo a nivel emocional, familiar; de ponerle punto final a mi carrera laboral de veintidós años. De adaptar los sueños a nuestra nueva realidad, de entender que no importa que tan enferma esté, el mundo sigue su curso. De muchos tratamientos y efectos secundarios a los que hemos dicho “vamos con todo, saquen las armas pesadas”.
Durante este año también murió mi amado Canelo y mi querida prima (tan solo un mes menor que yo), ambos de forma inesperada. Es la vida diciéndome: “no tenés el control”. Y soy yo contestándole: “de mi actitud sí, de mi actitud sí!”. Pero un momento, por favor no confundir con positivismo tóxico: me he enojado, he zapateado, he puesto límites, le he reclamado a Dios, he ido de cero a cien en dos segundos en niveles de chicha. Pero también me he mostrado vulnerable, he puesto abajo, he pedido ayuda, he llorado sobre hombros ajenos, he recordado que mi vida es para servir a los demás.
Me dicen “¡qué valiente sos!”. No sé si soy valiente. He pasado por múltiples estados emocionales para llegar a donde estoy hoy, en paz. A veces pienso que es más difícil para las personas alrededor que para mí lidiar con este diagnóstico porque ese instinto de sobrevivencia que llevo dentro se activa con un fuerzón con cada dolor, con cada resultado en contra.
Pongo en práctica las herramientas que me han dado: llevar un día a la vez, a veces una hora a la vez. Soñar nuevas metas, así sean tan pequeñas como montar un Excel de recetas ahora que paso en la casa todo el día. Caminar una vuelta a la cuadra sola. Viajar a través de la lectura. Encontrar nuevas formas de hacer las cosas, como “desgalillarme en susurros” frente al karaoke en la tele porque siempre me duele la garganta y ya no puedo cantar. Recargarme con el cariño de propios y extraños. Terapia EMDR; mucha terapia. Meditar a mi manera (rezando el rosario). Aplicar mis habilidades profesionales a menor escala, ayudando a mi hija afectiva y sus amigos en la preparación para buscar su primer trabajo.
En momentos de incertidumbre me enfoco en la próxima hora; si la ansiedad se asoma, respiro. Y me río. Me río mucho. Porque la vida es ilógica y absurda… pero vieras, vale totalmente la pena.
Costarricense, paciente de oncología, hija de Dios y la Madre Tierra, esposa, amiga, mamá afectiva y manuda hasta la muerte.