Sin Categoría

3 extractos de Whisky

Por Diego van der Laat
@diego.vanderlaat

Todos los niños tenemos que patinar de un extremo al otro del salón, y eso ya es difícil, pero además hay una especie de hombre-pulpo, o algo así, que amenaza con travesearte en el medio del Salón de Patines Music.

Los siguientes tres textos pertenecen al libro inédito Whisky, de Diego van der Laat, basado en fotos que registran momentos de su infancia.

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(las trece puntadas)

Dice mi mamá que en 1986 tuve esta máscara puesta por 23 horas seguidas, es decir, 1380 minutos, es decir, 82800 segundos. Yo no lo recuerdo. Dice que durante la primera mitad de ese día se desentendieron un poco del asunto, sobre todo porque lograba comer bien, pasando un tenedor ágilmente por debajo de la barba roja y tomando líquidos con una pajilla. Al atardecer comenzó la discusión entre ellos y mi berrinche para dejármela puesta, y ellos no insistieron, pensaron que no aguantaría: que me la quitaría a mitad de la noche.

No fue así.

Al día siguiente amanecí todavía convertido en ese mono furioso y con mi pijama de Masters of the Universe. Era el cumpleaños de mi hermano Roberto y me imagino que esa era mi manera horrible y preadolescente de llamar la atención, de intentar eclipsar al cumpleañero.

Entonces viene el click de la cámara, el flash y la foto que conmemora sus cuatro años. Luego le sigue el mono y su cuerpo “eclipsante” que se desmaya por asfixia y cae al suelo en el pasillo largo y oscuro de la casa, el golpe es seco: trece puntadas. Se cancela la fiesta y Roberto llora, no porque suspendieran su fiesta, sino porque él es bueno y está llorando por las heridas en la cabeza del primate sangrante que tiene por hermano mayor.

Son bonitos estos álbumes que tiene mi mamá en su casa, porque, aunque no recuerde nada de ese día, queda ese papel que fue sensible a la luz, como yo a la falta de oxígeno. Queda la foto que sustituye la ausencia de un recuerdo, algo para echarle al cajón vacío de la memoria. Queda la imagen congelada en el instante del flash y luego del disparo de luz artificial, la oportunidad de contarles todas las mentiras que acabo de contarles: un pasillo oscuro, un hermano que llora, una máscara de mono, un eclipse: las trece puntadas.

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(un ninja)

¡No me escogían de último, tampoco exageremos, digo, quedaban luego uno o dos, los nerds, los verdaderamente nerds, pobres, ja, vaya nerds que eran esos! Yo era siempre el antepenúltimo o así. En todo caso, no era el hecho de que me escogieran hacia el final, cuando ya los equipos habían sido configurados por la selectividad del dedo índice de sus capitanes y lo que quedaba eran las sobras deportivas, las boronas de la actividad aeróbica. No era solo que me escogieran de casi casi-último, era que no me la pasaban. No me la pasaban. Era como si yo fuera invisible, una suerte de ninja para ellos. Con el tiempo dejé de intentarlo y me dediqué de lleno a mi invisibilidad deportiva.

En el fondo, ahora que lo pienso, a mí tampoco me interesaba mucho que me la pasaran, digo, si lo hacían, o si la bola te llegaba por error, había que hacer algo, moverse o así, correr hacia el frente o pasarla de vuelta sin equivocarse, pero bajo el sol ese horrible del mediodía, todos los niños parecían tener el mismo uniforme, todos parecían jugar en el equipo contrario. Todos eran, de alguna forma, el enemigo. Con la bola en los pies tenías el tiempo contado, en segundos alguien iba a trabonearte, a meterte el cuerpo, a quitártela, y si lo lograban, si te la quitaban, tus compañeros de equipo te iban a ver con cara de culo. Cuando recuerdo a mis compañeros de escuela a todos los veo así: con la cara de culo.

Pero no solo a vos te iban a ver así, también al que te la había pasado, por error, o por buena gente o por imbécil, que es todo lo mismo. El capitán, que usaba tacos y espinilleras, se le iba a acercar y le iba a decir en el oído “¿por qué se la paso a él?”, así, “él” porque en fútbol, mi camiseta nunca tuvo un nombre, yo era un pronombre personal en el terreno de juego, nada más.

Aquí estoy, en medio de la cancha de zacate quemado de la Escuela Angloamericana. Todo pasa a mi alrededor como si no fuera conmigo. Don Giovanni me ve de lejos, este año en “deportes” me saco un setenta, cerrado. Siento el elástico de la pantaloneta en el ombligo, las medias flojas, la camiseta inmensa. Tengo los brazos cruzados y una marea de niños con nalgas por cara revolotea a mi alrededor. Cuando hace mucho sol lo que hago es cerrar los ojos y desaparezco, todo se frena y se pone en cámara lenta, cuando hace mucho sol lo que hago es cerrar los ojos y soy un ninja.

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(los tentáculos del pulpo)

El día que no salgo a tiempo. El día que me distraigo y no arranco patinando en el mismo instante que lo hace el resto de invitados de la fiesta. El día que me doy cuenta de algo. El día que se desencadena la trama, el timo, el truco, la finta.

Todos los niños tenemos que patinar de un extremo al otro del salón, y eso ya es difícil, pero además hay una especie de hombre-pulpo, o algo así, que amenaza con travesearte en el medio del Salón de Patines Music. Hay que pasar de lado a lado sin que te atrape, ese es el juego, la competencia.

El día que quemé las naves y me atrasé en salir de la pared de arranque dejé que los niños cruzaran y los vi alejarse. Yo no salí, me esperé ahí mismo, quieto, disimulando amárrale un cordón al patín pesado que tenía pegado a una pierna. Era curioso ver como con cada pasada menos niños regresaban a mi pared, —pobres niños —pensaba yo, —lo hicieron bien —porque no se trataba de “ganar”, se trataba de “participar” y —bien por eso niños, bien por eso, —supongo. Ese día me di cuenta que había maneras, digamos “alternativas” de “participar”, de hacer trampa, de mentir, de ganar.

Me emocionaba mucho que el pulpo no se daba cuenta. Estaba tan ocupado atrapando niños en el centro de la pista que no iba a notar jamás que yo no estaba cruzando de lado a lado. No iba a notar jamás que, al fondo del salón, en la luz baja de una esquina yo esperaba paciente, como una especie menor, agazapada.

Viéndolo hacia atrás, aquello era el principio hermoso del darwinismo puro, el inició de mi capacidad de adaptación: el camuflaje por inactividad, la invisibilidad voluntaria de un cuerpo que podría moverse, pero que no se mueve, que decide no hacerlo.

Así vamos avanzando en el juego. Así voy de ronda en ronda: 30 niños, 28 niños, 16 niños, 12 niños y niñas.

En un momento suena Rock of Ages de Def Leppard, y la disfruto un montón. Hacia el final de la competencia llegan por última vez a mi pared solo dos niños, están todos sudados, —los pobres, ja, ¡vaya nerds! Yo sé que ya ha sido demasiado y, además, los niños, me ven medio raro.  Yo sé que esta vez tengo que cruzar con ellos —tres contra el pulpo, juntos, compañeros competidores, sí, unidos —pienso. Yo estoy muy nervioso, además, si logro pasar voy a quedar de primero o segundo, es decir, fijo hay algún premio por todo esto, no había pensado en eso. Ese premio podría ser mío, un Tutto, lo que sea, nunca había ganado un premio en una fiesta.

Lo que sigue es considerablemente esperable.

El niño #1 patina hacia la izquierda. El niño #2 va por el flanco derecho. —Dicen los toreros, buena suerte compañeros. — ¡Yo patino hacia el frente y no lo hago mal! De verdad, no lo hago tan mal. Avanzo despacio y sin caerme. Entonces la casa me juega una jugada inesperada, el mal karma del anti-atleta, del tramposo, la inmensa zancadilla de la tecnología de finales de 1988.

Mientras me desplazo, se activa la luz estroboscópica que, aunque suene a magia, pone todo en blanco y negro, y se prende y se apaga el salón a una velocidad de espanto, y es curioso, pero esa rapidez de las luces hace que yo me ponga en cámara lenta. Sí, no entiendo como lo hace, pero eso hace. Voy, como, en, cámara, lenta. La información que llega a mi cerebro tiene menos cuadros por segundo, es alucinante, es como si el flickereo violento frenara el tiempo, es precioso, es mágico. Respiro hondo.

En cámara lenta veo como el niño de la izquierda se adelanta y en cámara lenta avanza considerablemente más rápido que yo. El niño de la derecha se adelanta también, va rapidísimo para verse tan lento. Yo, voy en lo que parece ser una cámara lenta más lenta e involuntariamente muevo los brazos como un robot, no sé por qué lo hago, pero mientras patino mis dos brazos forman una ele, una suerte de escuadra enclenque que paralela a mi cuerpo sube y baja pivoteando en mi hombro, o algo así.

Entonces veo la trayectoria de mi colisión ya trazada, el verbo hecho carne de esa condena que sentencia que la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta. De un momento a otro se apaga el efecto de la luz estroboscópica y todo se acelera y se encienden de nuevo las luces y hacen que el salón se vea inmenso y a colores. Suena una música horrible. Huele a tacos de pollo envueltos en un papel encerado, a Fanta Colita.

Cierro los ojos a medias. Voy encandilado por los fluorescentes empotrados en el cielo raso. Frente a mí, lo que veo es un cuerpo inmenso. Me acerco a ese bulto borroso a toda velocidad.  Antes de llegar, veo los tentáculos extendidos del pulpo que huele a tela húmeda y así me abraza y así me engulle y así pierdo.