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Sobre cómo cocinar pezuñas de chancho ‘y no morir en el intento’

Por Ana Beatriz Fernández González
@beatrizfergo

La aventura de preparar el platillo, cuya receta consulté a dos experimentadas mujeres adultas mayores, inició en el Mercado Central.

Soy asidua a ciertas partes de los mamíferos comestibles, entre ellas las vísceras y los huesos con su médula y gelatina: léase mondongo, chinchulines, hígado, y cola y patas de los cerdos y las vacas (con el perdón de los veganos y vegetarianos a quienes respeto mucho).

Heredé ese gusto particular de mis progenitores, pero especialmente de mi madre a quien recuerdo cocinando hasta sesos y riñones de vaca cuando yo era una niña.

He de reconocer que por las pezuñas del chancho siento una inclinación poco común. Me fascina degustar esa materia gelatinosa (no en vano es fuente de colágeno) que me deja el paladar, los labios y las manos brillantes y pegajosas, incluida la servilleta con que me limpio en ese proceso.

Comer las patitas del cerdo con mis diez dedos –de las manos– es un ritual al fin y al cabo, y quien sepa prepararlo como “dios manda”, es ella y él mismo un ser divinx y celestial.

Un o una ángel gastronómico, que, quizá por pedestre, Rafael Alberti no incluyó en su poemario sobre esos míticos querubines.

La aventura de preparar el platillo, cuya receta consulté a dos experimentadas mujeres adultas mayores, inició en el Mercado Central.

Un sábado después de mi ensayo teatral, me fui caminando al edificio patrimonial, que, como siempre, bullía de vida, intensidad visual, sonora, táctil y olfativa, con su particular idiosincrasia.

Eran pasadas la 1:00 de la tarde y no había almorzado, así que me detuve a comerme un arreglado, mientras un trío de música caribeña, con su ritmo y cadencia marítima, amenizó mi media hora de almuerzo.

Una vez terminado el no tan buen bocadillo (mi memoria emotiva suele sobrepasar la realidad prosaica), la ansiedad de estar en los laberínticos pasillos del mercado me agobió, pues no sabía cuál era el lugar ideal para comprar las pezuñas y menos cómo iniciar su búsqueda.

Sencillo, preguntá dónde comprarlas, me dije. Y pregunté.

La carnicería Retana, me respondió la salonera rellenita y simpática de la soda en que almorcé. Y me explicó con indicaciones detalladas que, por supuesto, ahora no recuerdo.

Llegué al puesto susodicho, y ahí estaban las pezuñas, enteras, con ranuras a lo ancho y sus uñas paraditas.

A todo esto tampoco sabía cuántos kilos comprar. Inquirí al carnicero que me atendió y me recomendó llevar 500 gramos, es decir, una pezuña.

Así pues, en una bolsa de plástico con las patas –y un adicional de jarrete en promoción de 2×1–, decidí completar mi día de mercado comiéndome un helado de sorbetera con sus respectivos barquillos (que dicho sea de paso son los mejores).

De vuelta a casa, tomé la ruta a pie por la avenida 0, bulevar que de bulevar no tiene nada, pues más bien es una acera ensanchada, descuidada y sucia.

Llegué a casa, guardé la pezuña y el jarrete en la refrigeradora y pensé con satisfacción: el lunes preparo la receta.

No suelo seguir a pies juntillas ninguna receta excepto las de postres y repostería (que nunca elaboro porque hay que seguir, precisamente, una receta) y en este caso hice lo mismo.

Craso error.

Sí seguí la instrucción de hervir la pezuña por un buen rato para sacarle la espuma que se forma en la superficie del cocido.

Habiendo hecho esto, procedí a ponerla en olla de cocimiento lento.

Otro error y el peor de todos.

Con muchos olores: cebolla, ajo, chile dulce y apio, sal, y unas ramitas de laurel, dejé la patita de cerdo cocinándose toda la noche.

Los emojis de tristeza no alcanzan para ilustrar mi decepción.

A la mañana siguiente estaba despedazada, deliciosamente despedazada. Era un picadillo extremadamente suave con la gelatina separada de los huesos.

Ese fue el final lamentable y funesto de mi aventura gastronómica.

Obviamente, me comí la pezuña arreglada con tomate y más olores y arrocito blanco recién hecho; y, con mucho pudor, convidé a un amigo comensal, quien generoso me dijo: ¡está deliciosa!, mientras se chupaba los huesos y se limpiaba las manos pegajosas con una servilleta.

El ritual se llevó a cabo, no soy un ser celestial, no quedó nada de la patita de cerdo, y no morí en el intento, pero moraleja: preguntá o seguí un tutorial en YouTube. Sencillo y no cuesta ni un cinco partido a la mitad.